Empecemos con Flame y Citron, la producción danesa más cara de la historia, que arroja luz sobre un par de personajes muy conocidos en aquel país pero de los que un servidor no tenía noticia hasta la fecha. Miembros de la casi inexistente resistencia danesa – hay que recordar que Alemania invadió Dinamarca en algo así como una hora y la única resistencia que encontró fueron ocho tiros disparados por la Guarda de la Reina de modo casi testimonial, convirtiéndose de facto en un país aliado de los germanos – que actuaban de un modo muy peculiar, mezclándose con la población, frecuentando garitos infestados de oficiales alemanes y usando el tiro en la cabeza al más puro estilo terrorista como marca de visita. Estos dos tipos se convirtieron en algo así como la pesadilla de la Gestapo, que empezó por poner precios cada vez más elevados a sus cabezas y acabaron por utilizar nada menos que a 250 soldados en su caza y captura. En la Dinamarca de la posguerra, traumatizada como la Francia colaboracionista, la necesidad de héroes con los que lavar su imagen convirtió a estos dos personajes en mitos cuyo valor y ejemplo han pasado a formar parte del imaginario danés, ayudando en parte a tapar el pasado hasta el punto que muchos hoy en día prefieren ignorar el verdadero papel de su país en la II Guerra Mundial, aferrándose a estos hombres extraordinarios en una suerte de perverso ejercicio de revisión histórica.
Estos hechos le sirven a Ole Christian Madsen para poner en pie una superproducción de impecable factura visual y espectacular arranque que explora esa zona gris en la que tuvieron que moverse estos personajes que en realidad no podían permitirse el lujo ni de cuestionar sus órdenes – por más que su nivel de autonomía fuera muy elevado – ni de pensar demasiado en aquellos que tenían que eliminar. Dos personajes completamente contrapuestos y sin embargo complementarios que se ven envueltos en una historia que mezcla sin demasiados prejuicios el bélico con el cine de espías, mucho más cercano en definitiva a un estilizado ejercicio de cine negro que a un documental aferrado a la realidad de los hechos: el director reivindica su derecho a contar esta historia desde la ficción y se aferra a los distintos géneros como un medio legítimo de narrar una obra que explora el precio a pagar que implicaba su guerra sucia, la ambigüedad constante en la que se ven obligados a moverse cuando cuesta mucho trabajo distinguir al amigo del enemigo y la constante sensación de que una vez iniciado ese camino uno no puede sino seguir adelante, abandonarlo todo y no mirar atrás hasta vencer - y preocuparse luego sobre cómo apañarselas para adaptarse a la sociedad - o conseguir que te maten.
Thure Lindhart pero sobre todo Mads Mikkelsen – su personaje está mucho mejor perfilado que el de Bent - están estupendos dando vida a este par de seres contradictorios y atrapados en una espiral sin salida y Flame y Citron funciona bien sobre todo en su apabullante comienzo, que genera unas enormes expectativas que lamentablemente se van desvaneciendo según avanza la trama, se retuerce sobre si misma y desemboca en una resolución poco convincente que fuerza demasiado las cosas en su afán de resultar tan viable comercialmente como cualquier superproducción de lujo estadounidense. Hay demasiados aspectos en la trama que no están lo suficientemente trabajados como para resultar creíbles, incluso aun cuando la realidad pudo ser en algunas ocasiones incluso aun más difícil de creer – por ejemplo que los personajes parezcan moverse con una increíble libertad por Copenhague, la trama de la femme fatale y posible agente doble, toda la parte final relacionada con el personaje de Citron que remite de forma inevitable a clásicos que todos conocemos… – y eso repercute en el resultado final de una película que sin embargo resulta sumamente entretenida y que tiene la inteligencia de obligar al espectador a moverse en los incómodos límites del evidente dilema moral que plantea: ¿Por qué sus acciones son dignas de aplauso y las de un terrorista de hoy en día no cuando tanto el modus operandi como el resultado no dejan de ser el mismo? ¿Dónde trazamos la línea moral de lo que es aceptable y lo que no? Es en cierto sentido y en un contexto completamente distinto lo que planteaba hace bien poco Steven Spielberg en la notable Munich y esa es solo una de las razones por las que Flame y Citron es, pese a sus defectos, una película a reivindicar.
Una de las cosas más frustrantes que tiene cualquier Festival de Cine es la imposibilidad material de ver todo lo mucho interesante que en él se ofrece y obligar a hacer constantes elecciones rezando por no equivocarse demasiado. En esta edición hay que renunciar a dos interesantísimas retrospectivas, una dedicada a la pareja Ferreri/Azcona jocosamente llamada Matrimonio a la Italiana y otra sumamente original, Matar al Padre, compuesta por obras de dos cineastas sumamente opuestos pero que tienen en común el haber tenido que soportar a lo largo de su filmografía el peso de aquellos grandes creadores bajo cuya omnipotente sombra hicieron sus películas y cuyo estilo criticaron rabiosamente: el japonés Shoei Imamura (respecto a Yasujiro Ozu) y el sueco Bo Widerberg (respecto a Ingmar Bergman). Además, está Tiempo de Historia, la mejor selección de documentales que puede verse en este país, una sección de enorme tradición y excepcional calidad que siempre, siempre lamento perderme pues soy consciente no solo de que en ella hay auténticas joyas sino muchas películas que jamás llegarán a estrenarse comercialmente o, si alguna televisión no lo remedia, incluso a verse. Era cuestión de tiempo hasta que la propia Seminci obrara en consecuencia con la progresiva importancia que está adquiriendo el género documental en el cine y alguno diera el salto rompiendo los límites para concursar junto con los largos de ficción en la Sección Oficial. Es un acierto que hay que apuntar en el haber de Javier Angulo.
La afortunada ha sido Una Cierta Verdad, de Abel García Roure, un director novel al que sin embargo avalaban sus trabajos como ayudante de dirección y operador de la segunda unidad en trabajos tan importantes como La Leyenda del Tiempo, Cravan Vs Cravan y sobre todo, El Cielo Gira y En Construcción, obras clave cuya influencia es más que notoria en este valiente acercamiento a los abismos de la enfermedad mental que supone el seguimiento muy cercano a lo largo de dos años de varios pacientes aquejados de psicosis grave, esquizofrenia, paranoia, alucinaciones auditivas y visuales, delirios... En alguna ocasión he escrito que mi miedo al Alzheimer hace que las películas que tocan ese tema me aterren y fascinen por igual – Lejos de Ella y El Bosque del Luto el año pasado aquí en Valladolid y hace unas semanas La Caja de Pandora, ganadora de la Concha de Oro de San Sebastián – pero tras esa enfermedad cabrona y maldita, pocas cosas me provocan tanto vértigo como el resto de las enfermedades mentales. Solo pensar en la posibilidad de que un día me toque tan siniestra lotería hace que el proceso de identificación que conlleva ver una película sobre el tema convierta ésta en un auténtico suplicio que sin embargo me esfuerzo por superar, por aquello de confrontar los propios miedos.
Una Cierta Verdad es una película necesaria y escalofriante. Como y sucediera con 1% Esquizofrenia, aquel documental producido por Medem, el acercamiento de García Roure al trastorno mental es metódico, directo, didáctico y por desgracia, tan ambicioso en sus pretensiones que pierde un tanto de vista sus objetivos: hay en el filme un médico que resume muy bien el que a la postre es el problema cundo afirma que cada enfermo mental tiene su única y singular manera de desmontar su yo fragmentado y recomponerlo cuando empieza a curarse. De ahí que en el afán de abarcar un extenso catálogo de variantes del trastorno mental y el choque de este objetivo con el protagonismo absoluto que a lo largo del metraje alcanza Javier, un esquizofrénico retador que se niega a tratarse a la vez sin por ello dejar de onversar y razonar con el médico que intenta convencerle antes de que sea tarde, quedando su enfermedad y sus síntomas más alarmantes claramente expuestas ante el espectador en ese proceso, Una Cierta Verdad queda como un documental tan brillante como agotador y desequilibrado por un enfoque claramente erroneo de un tema apasionante que hubiera necesitado recortar sus ambiciones – y de paso, su metraje – para servir mejor a sus propósitos y ser de paso una obra cinematográfica mucho más redonda.
En cualquier caso, no hay que subestimar los muchos logros de la propuesta: uno pasa de la risa nerviosa que producen las delirantes argumentaciones de Javier para no medicarse – risas de esas que uno suelta para inmediatamente sentirse culpables por ellas, pues uno sabe que en el fondo no tienen ni puñetera gracia por ser el síntoma de algo mucho más serios – a sentir escalofríos cuando observa en una secuencia brutal que es de lo más impactante que hemos podido ver hasta ahora en la Seminci como se contiene por la fuerza la esquizofrenia cuando se manifiesta de la forma más agresiva. Uno aprende los extraños procesos por los que es capaz de pasar la mente humana cuando se pierde en esos laberintos del lenguaje, cuando se esfuerza por interpretar los signos, cuando intenta descodificar las señales extrañas que perturban el normal funcionamiento de nuestro cerebro mientras siente una enorme piedad por esa gente a los que les ha tocado convivir día a día con una enfermedad. Solo por acompañar a Javier y a su médico en todo el proceso, riendo y sufirendo con ambos, merece la pena asomarse al abismo y descubrir esta necesaria aunque no del todo lograda película.
- “¿Qué experiencia tiene usted con heridas de bala?”
- “Mire usted, en Alemania está prohibido usar el cortacesped los domingos para no perturbar el descano de los vecinos. Y la gente respeta esa prohibición porque si no los vecinos llaman a la policía. Asi que...”
Con semejante perla de diálogo arrancaba Dr. Alemán, ultima propuesta de la Sección Oficial que consistía en la peripecia de un estudiante de medicina al que no se le ocurre mejor idea que irse a Cali, en Colombia, a hacer sus prácticas como médico residente gracias a un programa de intercambio. Por supuesto, el primer día que llega a su nuevo destino cae en la cuenta que aquello es practicamente una zona de guerra donde los sicarios heridos de bala entran por docenas cada día, asi que hay que espabilar rápido. Y por mucho que los que están a su alrededor quieren prevenirle, el protagonista es algo así como una versión de Amelie que cree que será capaz de sobrevivir al ambiente violento que le rodea oponiendo su simpatía natural, su desarmante sonrisa y su optimismo. Pues el doctorcito acaba, como no podía ser de otra forma, arrastrado en medio de una guerra de sicarios de tantas, obligado a tomar partido y a replantearse su moral y su idealismo. Y es que cuando a uno le ponen una pistola en la cabeza no una sino varias veces, se aplica rápido eso que decía Groucho Marx de “Estos son mis principios; si no le gustan tengo otros”
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