El año pasado el realizador mexicano Rodrigo Plá presentó fuera de concurso en la Seminci la interesante La Zona, una película contundente en la que analizaba la forma en la que las clases más pudientes se encerraban en zonas residenciales tan temerosas del exterior que llegaban a establecer sus propias reglas al margen de la sociedad para perpetuarse en ese voluntario aislamiento. Casi al mismo tiempo que La Zona, Plá se encontraba rodando esta Desierto Adentro que hoy ha presentado en la Sección Oficial, una película que vuelve a reflexionar sobre las terribles consecuencias del pensamiento único y del nulo espacio que se concede a la disensión, pero centrando su enfoque esta vez en el fanatismo religioso en lugar de esa velada lucha de clases.Estamos a principios del siglo XX, en los años de la Revolución Mexicana. Son tiempos en los que el Ejército Federal persigue a la Iglesia y reprime a los católicos, hasta el punto de que los fusilamientos de son habituales en las zonas rurales. Un día Elías, hombre muy creyente y temeroso de Dios, comete de forma involuntaria lo que él considera un gran pecado contra Dios que provoca la muerte del cura local, de su mujer y de su hijo mayor. Convencido que sus pecados llevarán a toda su familia a sufrir una muerte prematura, Elías tiene un plan para escapar del castigo divino, una penitencia que consistirá en adentrarse en el desierto junto con sus seis hijos y construir allí una iglesia con la que ganarse el perdón de Dios. La mirada de Aureliano, el hijo menor, que desde su fe y una condición enfermiza que condiciona en gran medida su infancia, narra a través de su pasión por la pintura - un recurso que el director aprovecha bien por medio de la animación para dinamizar la historia con un elemento original - la forma en la que la religiosidad exacerbada y decididamente errónea de Elías conduce a una suerte de fanatismo alimentado con la culpa y la necesidad del perdón divino que, como ustedes pueden imaginar, no puede conducir a nada bueno.Desierto Adentro es una película muy ambiciosa que se ve lastrada por un comienzo algo moroso y confuso desde el guión que no engancha demasiado, pero que al tiempo tiene tiene la nada desdeñable virtud de ir mejorando según avanza el metraje y Elías y sus hijos van siendo arrastrados en esa espiral del fanatismo religioso e ideológico que no admite la más mínima disensión y que conlleva tremendas consecuencias. Además, es justo reconocer que se trata de una película visualmente muy atractiva – Rodrigo Pla demuestra de nuevo que es un cineasta con oficio y el magnífico trabajo de fotografía de Serguei Saldivar, con profusión de tonos azulados y áridos que refuerzan la esencial sensación de aislamiento de esa familia, recuerda en esto bastante a La Zona – con algún que otro momento francamente logrado, en especial aquellos en los que Aureliano retrata a sus hermanos para la posteridad, auténticos cuadros de belleza un tanto macabra que se relacionan directamente con la peculiar visión de la muerte que tienen los mexicanos.Obra más interesante que lograda, Desierto Adentro es una película desigual sobre la culpa y la necesidad del perdón que no consigue dejar del todo satisfecho al espectador pese a que no carece de elementos de mucho interés. Hasta cierto punto engancha con toda una tradición del cine de temática religiosa hecho en México – por supuesto no es Simón del Desierto de Buñuel, pero el recuerdo de esa película me cruzó por la mente varias veces a lo largo de la proyección – y por esa razón casa a la perfección, con su furibundo ataque al dogmatismo, en un certamen que, no lo olvidemos, empezó siendo un festival de cine religioso y valores humanos…
Tras el primer pase detectamos cierta conmoción en la puerta del Teatro Calderón. Un tipo muy parecido a Michael Moore se paseaba por allí embutido en una camiseta del Valladolid y pateando un balón con los mismos colores, montando cierto numerito. Se trataba de Ezio Massa, el director de Villa, la segunda película del día, que mezclaba su atuendo futbolero con una ominosa sudadera negra con capucha que le daba un aspecto de chungo que contrastaba con su buen sentido del humor. Como un Santiago Segura cualquiera, el tipo se aplicaba a la noble tarea de tratar de vender su película lo mejor posible. Y, desde luego, conseguía llamar la atención. Más vale que hablen de uno, aunque no sea por los méritos de tu película.
Y es que Villa no ofrece gran cosa, la verdad. Villa es el nombre de un barrio de Buenos Aires bastante chungo donde los narcos campan a sus anchas, la delincuencia está al orden del día y la falta de medios es tan tremenda que hasta las cosas más sencillas, como encontrar un televisor donde ver el Argentina-Nigeria del Mundial de Korea-Japón del 2002 es toda una aventura: los sitios públicos están vedados a los chavales de la Villa por la mala prensa – justificada – que tienen; no hay ni siquiera un televisor en la parroquia del barrio, único sitio neutral y respetado por todos y según se va acercando la hora del partido, la lucha de tres amigos, Freddy, Cuzquito y Lupin para buscarse la vida y encontrar un sitio donde disfrutarlo se hace más y más imaginativa: uno pretende darle una lección de humildad al dueño de un bar de donde fueron expulsados sin miramientos, otro intenta ganarse la confianza de una anciana para poder ver el partido en su casa y un tercero se plantea allanar una tienda de electrodomésticos para verlo en el televisor mejor y más grande que encuentre.
El principio de Villa recuerda mucho a Barrio, de Fernando León, mientras se nos presenta a los tres colegas y se nos muestra la realidad cotidiana del barrio donde viven. Es una historia contada mil veces: marginación, delincuencia, adolescencia machacada y desprovista de sueños, cosas pequeñas que cuestan un mundo, tentaciones, hip-hop ... El director narra todo esto con un estilo videoclipero, entrecortado y de montaje rápido que se pretende dinámico y acaba por ser extremadamente confuso y narrativamente nulo. Además, se empeña una y otra vez en utilizar unos planos estrambóticos – de esos en plan “mira, voy a inclinar la cámara porque queda muy cool” – para narrar hechos cotidianos que no precisas de tales artificios, con lo que una película que por la descripción que pretende de esos ambientes pide naturalismo a gritos en la línea de un Pablo Trapero se convierte en una propuesta artificiosa que la vacía de contenido.Lo curioso es que en la segunda parte de la película, y si el espectador no ha desconectado por completo a esas alturas, Villa se transforma en una propuesta narrativa mucho más fluida, más limpia y mucho más lograda, con una puesta en escena mucho más calmada que se olvida de esas molestas “marcas de estilo” iniciales para narrar de un modo mucho más clásico (y mejor, que duda cabe) las tres peripecias de los muchachos en cada uno de sus respectivos retos y la forma en la que estos se van desarrollando. Ahí sí consigue Massa que su película coja altura gracias a algún que otro golpe de humor bien colocado – lo que acontece en la estación de policía es inverosímil pero muy divertido – unas gotas de ternura y solidaridad (la historia de Cuzquito y la abuela) o la aparición de la tensión y el dramatismo (Freddy en el bar) lo que hace que uno se pregunte, viendo dos partes tan dispares en estilo y resultado, si es que fueron realizadas por personas distintas o bien este Ezio Massa es un tipo que de cuando en cuando se toma una buena dosis de tranquilizantes para ayudarse a hacer cine. Villa es una película fallida, sin duda, pero que no deja mal sabor de boca.Los que leéis estas crónicas ya sabéis de mi absoluta debilidad por la comedia, y más en un entorno tan proclive al dramatismo y a plúmbeos ejercicios de estilo como cualquier festival de cine. Es un lugar común decir que hacer buena comedia es algo muy serio, pero un tópico que tiene mucho de verdad: nada es más difícil que conseguir hacer reír al espectador de un modo sutil e inteligente y sin que tengas la sensación que están apelando a tus más bajos instintos. Por eso ha sido toda una sorpresa la película española Animales de Compañía dirigida por Nicolas Muñoz (Rewind) una vuelta de tuerca sobre el inagotable tema de la familia mal gracias contada con notable desparpajo y toneladas de inteligencia que, sobre todo en sus geniales primeros cuarenta minutos, consiguió hacerme pasar un rato francamente divertido e inclusa alguna que otra sonora carcajada.
Animales de Compañía narra una reunión familiar. El cumpleaños del patriarca de la familia, un diseñador de sillas imposibles con una actitud vital entre resignada y perpetuamente encabronada (un Miguel Rellán absolutamente antológico) reúne en una cena a su esposa, fotógrafa artística sin éxito empeñada en representar el papel de madre perfecta; una hija pija casada con un no menos pijo presentador de telediarios que intentan adoptar por la imposibilidad de tener hijos biológicos; otra hija cabeza loca y algo alternativa que vive para provocar a sus padres (Maria Botto, también genial en un papel que es una versión muy mejorada del que ya hizo en Seres Queridos) y que se presenta en su casa con su última pareja, un cínico crítico de arte (Nancho Novo aprovechando al máximo la retranca de un personaje que goza de algunas de las réplicas más brillantes del guión) y el hijo menor, antisistema de salón plagado de contradicciones.Con semejante grupo de personajes uno puede pensar que basta con ponerlos en el mismo espacio y dejar que surjan los inevitables conflictos, muchos de ellos tremendamente cómicos. Y no les faltaría razón, pero se necesita algo más: se necesita inteligencia, un guión sólido y repleto de ingenio una construcción férrea de personajes que permita reírse con ellos y no solo de ellos y sobre todo, una naturalidad que haga creíble el conjunto. Animales de Compañía, al menos en su introducción de personajes y sobre todo en la antológica escena de la cena propiamente dicha, lo hace de una forma primorosa, magistral: profundizando en las situaciones cómicas, el brillante guión urdido por Rodrigo y Nicolás Muñoz va deslizando pildoritas de drama que van equilibrando la función hasta conseguir que, en algunos momentos, se te congele la sonrisa ante los padecimientos de ese via crucis de parientes, esa miseria moral en cooperativa repleta de reproches y envidias que van saliendo a la luz por parte de unos personajes condenados por razones de sangre a entenderse pero que en el fondo se detestan y se quieren con igual intensidad y determinación.
Es cierto que la obra tiene un arranque de tal brillantez que resulta imposible mantener ese nivel durante sus 94 minutos de duración – si así fuera estaríamos hablando de una obra maestra, aunque no me cabe duda que es la mejor comedia que ha dado el cine español en lo que va de 2008 – y por eso la segunda parte pierde algo de fuelle, según se hace un puntito más vodevilesca y desparramada y se aleja de las puyas de las relaciones familiares. Tampoco ayuda que desaparezca casi por completo ese genial crítico de arte socarrón al que da vida Nancho Novo, siendo “sustituido” por otro personaje que aparece en mitad de la función para hacer progresar la historia. Pero da lo mismo: a la postre lo que verdaderamente importa es que Animales de Compañía es una estupenda comedia y una notable película que merecería, pese a los prejuicios habituales que los Jurados suelen tener contra las comedias, encontrar algún tipo de reconocimiento en el palmarés.
Tras el primer pase detectamos cierta conmoción en la puerta del Teatro Calderón. Un tipo muy parecido a Michael Moore se paseaba por allí embutido en una camiseta del Valladolid y pateando un balón con los mismos colores, montando cierto numerito. Se trataba de Ezio Massa, el director de Villa, la segunda película del día, que mezclaba su atuendo futbolero con una ominosa sudadera negra con capucha que le daba un aspecto de chungo que contrastaba con su buen sentido del humor. Como un Santiago Segura cualquiera, el tipo se aplicaba a la noble tarea de tratar de vender su película lo mejor posible. Y, desde luego, conseguía llamar la atención. Más vale que hablen de uno, aunque no sea por los méritos de tu película.
Y es que Villa no ofrece gran cosa, la verdad. Villa es el nombre de un barrio de Buenos Aires bastante chungo donde los narcos campan a sus anchas, la delincuencia está al orden del día y la falta de medios es tan tremenda que hasta las cosas más sencillas, como encontrar un televisor donde ver el Argentina-Nigeria del Mundial de Korea-Japón del 2002 es toda una aventura: los sitios públicos están vedados a los chavales de la Villa por la mala prensa – justificada – que tienen; no hay ni siquiera un televisor en la parroquia del barrio, único sitio neutral y respetado por todos y según se va acercando la hora del partido, la lucha de tres amigos, Freddy, Cuzquito y Lupin para buscarse la vida y encontrar un sitio donde disfrutarlo se hace más y más imaginativa: uno pretende darle una lección de humildad al dueño de un bar de donde fueron expulsados sin miramientos, otro intenta ganarse la confianza de una anciana para poder ver el partido en su casa y un tercero se plantea allanar una tienda de electrodomésticos para verlo en el televisor mejor y más grande que encuentre.
El principio de Villa recuerda mucho a Barrio, de Fernando León, mientras se nos presenta a los tres colegas y se nos muestra la realidad cotidiana del barrio donde viven. Es una historia contada mil veces: marginación, delincuencia, adolescencia machacada y desprovista de sueños, cosas pequeñas que cuestan un mundo, tentaciones, hip-hop ... El director narra todo esto con un estilo videoclipero, entrecortado y de montaje rápido que se pretende dinámico y acaba por ser extremadamente confuso y narrativamente nulo. Además, se empeña una y otra vez en utilizar unos planos estrambóticos – de esos en plan “mira, voy a inclinar la cámara porque queda muy cool” – para narrar hechos cotidianos que no precisas de tales artificios, con lo que una película que por la descripción que pretende de esos ambientes pide naturalismo a gritos en la línea de un Pablo Trapero se convierte en una propuesta artificiosa que la vacía de contenido.Lo curioso es que en la segunda parte de la película, y si el espectador no ha desconectado por completo a esas alturas, Villa se transforma en una propuesta narrativa mucho más fluida, más limpia y mucho más lograda, con una puesta en escena mucho más calmada que se olvida de esas molestas “marcas de estilo” iniciales para narrar de un modo mucho más clásico (y mejor, que duda cabe) las tres peripecias de los muchachos en cada uno de sus respectivos retos y la forma en la que estos se van desarrollando. Ahí sí consigue Massa que su película coja altura gracias a algún que otro golpe de humor bien colocado – lo que acontece en la estación de policía es inverosímil pero muy divertido – unas gotas de ternura y solidaridad (la historia de Cuzquito y la abuela) o la aparición de la tensión y el dramatismo (Freddy en el bar) lo que hace que uno se pregunte, viendo dos partes tan dispares en estilo y resultado, si es que fueron realizadas por personas distintas o bien este Ezio Massa es un tipo que de cuando en cuando se toma una buena dosis de tranquilizantes para ayudarse a hacer cine. Villa es una película fallida, sin duda, pero que no deja mal sabor de boca.Los que leéis estas crónicas ya sabéis de mi absoluta debilidad por la comedia, y más en un entorno tan proclive al dramatismo y a plúmbeos ejercicios de estilo como cualquier festival de cine. Es un lugar común decir que hacer buena comedia es algo muy serio, pero un tópico que tiene mucho de verdad: nada es más difícil que conseguir hacer reír al espectador de un modo sutil e inteligente y sin que tengas la sensación que están apelando a tus más bajos instintos. Por eso ha sido toda una sorpresa la película española Animales de Compañía dirigida por Nicolas Muñoz (Rewind) una vuelta de tuerca sobre el inagotable tema de la familia mal gracias contada con notable desparpajo y toneladas de inteligencia que, sobre todo en sus geniales primeros cuarenta minutos, consiguió hacerme pasar un rato francamente divertido e inclusa alguna que otra sonora carcajada.
Animales de Compañía narra una reunión familiar. El cumpleaños del patriarca de la familia, un diseñador de sillas imposibles con una actitud vital entre resignada y perpetuamente encabronada (un Miguel Rellán absolutamente antológico) reúne en una cena a su esposa, fotógrafa artística sin éxito empeñada en representar el papel de madre perfecta; una hija pija casada con un no menos pijo presentador de telediarios que intentan adoptar por la imposibilidad de tener hijos biológicos; otra hija cabeza loca y algo alternativa que vive para provocar a sus padres (Maria Botto, también genial en un papel que es una versión muy mejorada del que ya hizo en Seres Queridos) y que se presenta en su casa con su última pareja, un cínico crítico de arte (Nancho Novo aprovechando al máximo la retranca de un personaje que goza de algunas de las réplicas más brillantes del guión) y el hijo menor, antisistema de salón plagado de contradicciones.Con semejante grupo de personajes uno puede pensar que basta con ponerlos en el mismo espacio y dejar que surjan los inevitables conflictos, muchos de ellos tremendamente cómicos. Y no les faltaría razón, pero se necesita algo más: se necesita inteligencia, un guión sólido y repleto de ingenio una construcción férrea de personajes que permita reírse con ellos y no solo de ellos y sobre todo, una naturalidad que haga creíble el conjunto. Animales de Compañía, al menos en su introducción de personajes y sobre todo en la antológica escena de la cena propiamente dicha, lo hace de una forma primorosa, magistral: profundizando en las situaciones cómicas, el brillante guión urdido por Rodrigo y Nicolás Muñoz va deslizando pildoritas de drama que van equilibrando la función hasta conseguir que, en algunos momentos, se te congele la sonrisa ante los padecimientos de ese via crucis de parientes, esa miseria moral en cooperativa repleta de reproches y envidias que van saliendo a la luz por parte de unos personajes condenados por razones de sangre a entenderse pero que en el fondo se detestan y se quieren con igual intensidad y determinación.
Es cierto que la obra tiene un arranque de tal brillantez que resulta imposible mantener ese nivel durante sus 94 minutos de duración – si así fuera estaríamos hablando de una obra maestra, aunque no me cabe duda que es la mejor comedia que ha dado el cine español en lo que va de 2008 – y por eso la segunda parte pierde algo de fuelle, según se hace un puntito más vodevilesca y desparramada y se aleja de las puyas de las relaciones familiares. Tampoco ayuda que desaparezca casi por completo ese genial crítico de arte socarrón al que da vida Nancho Novo, siendo “sustituido” por otro personaje que aparece en mitad de la función para hacer progresar la historia. Pero da lo mismo: a la postre lo que verdaderamente importa es que Animales de Compañía es una estupenda comedia y una notable película que merecería, pese a los prejuicios habituales que los Jurados suelen tener contra las comedias, encontrar algún tipo de reconocimiento en el palmarés.
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