Huelva, Crónica 3. Cobertura del 31 Festival de Cine Iberoamericano para La Butaca.Net. David Garrido Bazán. Todos los Derechos Reservados.
Cuando uno tiene ya en esto del cine un cierto bagaje (o sea, que ha visto a lo largo de su vida una considerable cantidad de películas) y sobre todo, cuando lleva algo así como tres festivales consecutivos, a veces puede tener cierta sensación de déjà vu en la proyección de algunas películas. A este cronista le pasó algo por el estilo con Mi Mejor Enemigo, primera de las tres producciones chilenas que tenía previstas en la jornada del martes 22. Esta flamante preseleccionada al Goya a la Mejor Película de Habla No Inglesa se ambienta en diciembre de 1978, en la Patagonia, esa inmensa planicie que comparten Chile y Argentina a lo largo de miles de kilómetros. En esas fechas la tensión entre ambos países – gobernados, no conviene olvidarlo, por dos feroces y sangrientas dictaduras – crece hasta tal punto que se teme un enfrentamiento armado con la excusa de la reivindicación sobre tres islas pequeñas y casi despobladas (casi como Perejil, para entendernos) que están en disputa. En este panorama, a una patrulla chilena se le manda internarse en la pampa para delimitar la difusa frontera entre ambos países – la última referencia que se tiene sobre el particular es una alambrada ¡de 1904! – con tan mala suerte que acaban rompiendo la brújula y perdiéndose en medio de un paraje infinito donde es imposible encontrar puntos de referencia. Se les ordena esperar al rescate, cavar una trinchera en mitad de la nada y aguantar la posición. La larga espera se ve interrumpida… por una patrulla argentina que parece encontrarse en una situación más o menos similar. Sin la más mínima idea de dónde se encuentra la frontera y a la espera de que se les comunique el comienzo inminente de la guerra, la soledad de ese paraje en medio de ninguna parte provoca, de forma inevitable, que la tensión entre ambos bandos derive en una frágil confraternización entre enemigos, siempre condicionada por el fuerte sentido del deber y de la patria que tienen los soldados.
La historia no es nueva: este mismo año se estrenó en nuestras pantallas una producción venezolana, Punto y Raya, presente el pasado año en Huelva, en la que se narraba la relación entre un soldado colombiano y otro venezolano en la absurda tensión entre ambos países, que delimitan con esos puntos y rayas fronteras que en los parajes naturales no existen pero que están ahí, en algún sitio, y que hay que defender hasta más allá de la lógica. En la Seminci, la película de clausura Feliz Navidad, que se llevó el premio Fipresci, se basaba en hechos reales de confraternización entre franceses, escoceses y alemanes durante la I Guerra Mundial para conformar una visión de la guerra propia del gran Gila en la que el surrealismo y el absurdo campaban por doquier. Mi Mejor Enemigo tiene bastantes puntos en común con ambas películas, pero tiene la ventaja de una realización elegante y por momentos brillante que hace un buen uso de los hermosos aunque desolados parajes de la pampa para mostrar el abandono en el que se hayan los integrantes de esa patrulla – el estupendo plano con grúa que muestra a los soldados internándose en un paraje inmenso con un destino improbable – y se apoya en un excelente grupo de actores que consiguen con unas pocas pinceladas modelar a sus personajes hasta hacerlos creíbles y en un guión en el que no faltan multitud de recursos para mostrar el absurdo al que puede llegarse en una situación de esas características – brillante es la escena en la que ambos bandos se inventan una forma de delimitar una frontera ficticia que les ayude a resolver su peculiar status quo – sin descuidar nunca la tragedia que en cualquier guerra, por estúpida que sea, acecha a la vuelta de la esquina. El director Alex Bowen (que no ha podido venir a Huelva porque Iberia le dejó tirado en Santiago de Chile al cancelar su vuelo, todo un fastidio) cuenta en las notas de producción que el proyecto de esta su segunda película nació en Punta Arenas, la ciudad más al sur de Chile, una zona donde aun existen campos minados, trincheras y restos de una guerra que estuvo a punto de desatarse entre ambos países y que solo evitó una mediación papal. La historia le interesó tanto que puso un anuncio en un periódico y comenzó a entrevistarse con soldados de ambos países que participaron en aquel conflicto y que aportaron sus dramas y anécdotas que luego dieron forma a una película que, de momento, es la película de la Sección Oficial que más me ha convencido, pese a la ya referida sensación de déjà vu, cierta tardanza en arrancar y a los problemas de distribución que puede tener – aun no tiene fecha de estreno en España – por la coincidencia con la película francesa que cerró la Seminci. La cosa está cada vez más complicada para encontrar un hueco para estas producciones.
La Última Luna posiblemente sea la película más sorprendente que hemos tenido ocasión de ver hasta el momento en el Festival. Miguel Littin, veterano y combativo director chileno autor de obras como La Tierra Prometida, Actas de Marusia, Alsino y el Cóndor – estas dos últimas nominadas al Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa en el 77 y el 82 respectivamente – La Tierra prometida o la gran Acta General de Chile, ha seguido un camino muy parecido al del italiano Saverio Constanzo con Domicilio Privado y nos ha presentado en La Última Luna una muy particular visión del inacabable conflicto palestino basándose en su propia experiencia familiar. Verán ustedes: el abuelo de Miguel Littin, nació en Beit Sajour, el villorrio palestino que se muestra en la película, durante la época de dominación turca, allá por 1914. En 1916, los ingleses expulsaron a los turcos y facilitaron las primeros kibutz o campos de trabajo judíos que, con el tiempo y otra guerra mundial de por medio, darían lugar al actual estado de Israel. Fue entonces, al empezar los conflictos tras el 16, cuando el abuelo de Littin fue enviado a Chile, donde tendría su propia familia.
Pues bien, La Última Luna se ambienta precisamente en esa época confusa que va desde el 1914 hasta 1917 aproximadamente y cuenta la historia de amistad entre un palestino cristiano – hecho del que tardas en darte cuenta: desde nuestra mentalidad occidental, el simple hecho de que sea palestino y vista como árabe nos hace inmediatamente asumir que es musulmán, cuando en realidad es cristiano – y uno de esos pioneros judíos, Jacob, que le compra un terreno y se construye allí una casa con su ayuda. Ninguno de los dos sabe lo que les depara el futuro: esta difícil amistad entre un palestino cristiano pobre y un judío con deseos de establecerse choca frontalmente primero con los esfuerzos del hermano del primero– éste sí, musulmán - por liberarse de los turcos y con la incomprensión posterior de los vecinos, que ven en esos judíos que quieren establecerse en su Tierra prometida como una amenaza, amenaza que finalmente será consumada con el beneplácito de los ingleses cuando los judíos, con más recursos y mejor organizados, empiecen a tomar por la fuerza los territorios que siempre han pertenecido a los palestinos, sentando las bases del futuro estado de Israel.
La película de Littin es sumamente inteligente: plantea un fresco de una época y unas costumbres que nos son completamente desconocidas y, con sus propias lenguas – la película está rodada en Israel, interpretada por actores palestinos, judíos y chilenos y hablada por completo en árabe y hebreo con los inevitables subtítulos – nos muestra las raíces más antiguas de un conflicto que es incluso anterior a la creación del Estado de Israel por las Naciones Unidas. Por el pueblo de Soliman, el protagonista – interpretado por un debutante, Ayman Alzulof, que recuerda un poco físicamente a Adrien Brody y que la verdad es que no lo hace nada mal – pasan desde una bella pero implacable refugiada judía que huye de la persecución, sacerdotes cristianos griegos, palestinos cristianos y musulmanes y dominadores otomanos, un crisol de culturas poderoso y bien diferenciado que rara vez se mezcla (la mayor parte o son víctimas o son verdugos en uno u otro momento) y que tratan de salir adelante como pueden. Algunos toman la decisión de mandar a sus hijos en pos de una vida mejor en lo desconocido – en este caso, Chile, como le sucedió al abuelo real de Littin, cuya peripecia está en la película y que actúa como narrador en off en varios momentos – y otros aguantan el paso de los distintos invasores sobreviviendo como pueden. Y en medio de todo esto, una relación de amistad y colaboración condenada al desastre por los acontecimientos, que acabarán creando simas profundas capaces de socavar para siempre la confianza y las bases de dicha amistad, por sólidas que parezcan.
La Última Luna es una película árida, desoladora, rodada con un formato casi documental y, aunque a ratos tenga cierto aire de culebrón, capaz de transmitir la tragedia de un territorio y de aquellos que los habitan, obligados a un enfrentamiento perpetuo por razones que vienen de antiguo y que superan los deseos presentes. Hubiera sido muy interesante contar en Huelva con el propio Littin para que nos explicara más cosas acerca de esta película que uno adivina como una suerte de catarsis personal con ese pasado tan cercano a la vida del director que tenía que ser contado. Es cierto que La Última Luna sufre de una dirección un tanto desmadejada en su tramo final, en la que la catarata de acontecimientos hace que el ritmo habitualmente tranquilo de la película se precipite en una sucesión de frenéticos sucesos no del todo bien explicados. Pero hay que reconocerle a Littin que consigue plenamente su objetivo de hacer más accesibles las raíces más antiguas de un conflicto con trazas de perpetuarse en el tiempo. Tanto es así que los rótulos finales nos explican que apenas dos meses después de terminar un más que accidentado rodaje – con la producción lista para empezar, el rodaje hubo de retrasarse hasta el final de la Guerra de Irak y, una vez metidos en faena, el rodaje fue interrumpido frecuentemente por revisiones militares que obligaron a algunos cambios abruptos de localización – se dio la paradoja de que en el mismo lugar donde se rodó la mayor parte de la película, Israel comenzó a construir ese vergonzoso muro que separa a palestinos de judíos. Y es que la realidad a menudo se impone a la ficción, por dura que ésta pueda parecernos.
Para finalizar el viaje cinematográfico por el país andino, la tarde me proporcionó en la sección paralela la película La Sagrada Familia, una historia ambientada en las vacaciones de Semana Santa en la que una familia acomodada recibe en su casa de la playa la visita de la nueva novia de su único hijo, una joven bastante inquietante y perturbadora que, a base de crear una enorme tensión sexual dará lugar a una especie de cataclismo emocional en esa familia preocupada por mantener las apariencias pero cuyo mundo es mucho menos sólido de lo que aparenta. Por allí, en los alrededores, circulan también otros personajes: una joven que ha hecho un extraño voto de silencio y una pareja de universitarios formada por un homosexual y un joven que aun no tiene asumida dicha condición, que tienen poco peso en la historia. Lo primero que viene a la mente cuando uno ve esta película es que la nueva generación de cineastas chilenos debe estar estudiando en los mismos sitios o bebiendo de los mismos referentes: La Sagrada Familia, rodada en video digital ensanchado luego a 35 mm, tiene una factura visual que recuerda enormemente a En La Cama, la película del joven Matías Bizé que acaba de ganar la Espiga de Oro en la pasada edición de la Seminci, si bien esta ópera prima de Sebastián Campos – un realizador que viene del campo del video clip y de la televisión – es incluso más mareante y está aun menos preocupada (lo que ya es decir) por unas mínimas normas de la narración cinematográfica. Su referente más cercano, si acaso, podría estar en el movimiento Dogma, tanto por el drama familiar encubierto que presenta como la forma en la que la cámara digital se mantiene siempre muy cercana al rostro de sus actores mientras estos interactúan, obligando al espectador a seguir muy de cerca – demasiado incluso para mi gusto: es evidente que aun se subestima lo que ocurre cuando una película filmada en digital pasa a un formato como el de 35 mm, que delata mucho más las flaquezas formales de la película – las evoluciones de los mismos.
La Sagrada Familia es una película en la que cuesta entrar más por su puesta en imágenes que por la historia que cuenta, pero tiene la gran virtud de poseer un sentido del humor irónico, soterrado y algo cargado de mala leche que mira con un ojo ciertamente crítico algunas de las hipocresías más habituales de la sociedad chilena – que, no lo olvidemos, en cierto sentido, está en un momento social que equivale a la España de principios de los ochenta – y más concretamente de la institución familiar, obviamente más en crisis de lo que quieren reconocer. Mejora mucho en su tramo final, cuando la actitud de la provocadora novia desata una reacción impensada en su novio francamente divertida que ayuda mucho en el balance final de una peliculita que no es que sea ninguna maravilla – muy al contrario, su primera hora puede poner algo de los nervios – pero que me parece un interesante acercamiento a cierta mentalidad propia y actual de este país que está en plena fase de crecimiento y redescubrimiento tras la negra noche de la dictadura y su apertura a una nueva etapa.
Mañana dejaremos de una vez las crónicas temáticas por países (Cuba, Brasil, Chile) y mezclaremos un poco más las películas con la uruguaya Alma Mater – otra de las preseleccionadas para el Goya – la mejicana Conejo en la Luna y alguna propuesta argentina de la sección paralela. Con el paso del fin de semana, el festival ha perdido la presencia de actores de renombre, pero aun es relativamente sencillo toparse con un Sancho Gracia pletórico con su homenaje en forma de libro – por cierto, ayer visitó el centro penitenciario donde este festival pasa todos los años algunas de sus películas en una propuesta más que loable – y por supuesto con los miembros del Jurado… pero de estos y sus curiosas costumbres ya les hablo otro día, o mejor cuando el Festival termine.
Cuando uno tiene ya en esto del cine un cierto bagaje (o sea, que ha visto a lo largo de su vida una considerable cantidad de películas) y sobre todo, cuando lleva algo así como tres festivales consecutivos, a veces puede tener cierta sensación de déjà vu en la proyección de algunas películas. A este cronista le pasó algo por el estilo con Mi Mejor Enemigo, primera de las tres producciones chilenas que tenía previstas en la jornada del martes 22. Esta flamante preseleccionada al Goya a la Mejor Película de Habla No Inglesa se ambienta en diciembre de 1978, en la Patagonia, esa inmensa planicie que comparten Chile y Argentina a lo largo de miles de kilómetros. En esas fechas la tensión entre ambos países – gobernados, no conviene olvidarlo, por dos feroces y sangrientas dictaduras – crece hasta tal punto que se teme un enfrentamiento armado con la excusa de la reivindicación sobre tres islas pequeñas y casi despobladas (casi como Perejil, para entendernos) que están en disputa. En este panorama, a una patrulla chilena se le manda internarse en la pampa para delimitar la difusa frontera entre ambos países – la última referencia que se tiene sobre el particular es una alambrada ¡de 1904! – con tan mala suerte que acaban rompiendo la brújula y perdiéndose en medio de un paraje infinito donde es imposible encontrar puntos de referencia. Se les ordena esperar al rescate, cavar una trinchera en mitad de la nada y aguantar la posición. La larga espera se ve interrumpida… por una patrulla argentina que parece encontrarse en una situación más o menos similar. Sin la más mínima idea de dónde se encuentra la frontera y a la espera de que se les comunique el comienzo inminente de la guerra, la soledad de ese paraje en medio de ninguna parte provoca, de forma inevitable, que la tensión entre ambos bandos derive en una frágil confraternización entre enemigos, siempre condicionada por el fuerte sentido del deber y de la patria que tienen los soldados.
La historia no es nueva: este mismo año se estrenó en nuestras pantallas una producción venezolana, Punto y Raya, presente el pasado año en Huelva, en la que se narraba la relación entre un soldado colombiano y otro venezolano en la absurda tensión entre ambos países, que delimitan con esos puntos y rayas fronteras que en los parajes naturales no existen pero que están ahí, en algún sitio, y que hay que defender hasta más allá de la lógica. En la Seminci, la película de clausura Feliz Navidad, que se llevó el premio Fipresci, se basaba en hechos reales de confraternización entre franceses, escoceses y alemanes durante la I Guerra Mundial para conformar una visión de la guerra propia del gran Gila en la que el surrealismo y el absurdo campaban por doquier. Mi Mejor Enemigo tiene bastantes puntos en común con ambas películas, pero tiene la ventaja de una realización elegante y por momentos brillante que hace un buen uso de los hermosos aunque desolados parajes de la pampa para mostrar el abandono en el que se hayan los integrantes de esa patrulla – el estupendo plano con grúa que muestra a los soldados internándose en un paraje inmenso con un destino improbable – y se apoya en un excelente grupo de actores que consiguen con unas pocas pinceladas modelar a sus personajes hasta hacerlos creíbles y en un guión en el que no faltan multitud de recursos para mostrar el absurdo al que puede llegarse en una situación de esas características – brillante es la escena en la que ambos bandos se inventan una forma de delimitar una frontera ficticia que les ayude a resolver su peculiar status quo – sin descuidar nunca la tragedia que en cualquier guerra, por estúpida que sea, acecha a la vuelta de la esquina. El director Alex Bowen (que no ha podido venir a Huelva porque Iberia le dejó tirado en Santiago de Chile al cancelar su vuelo, todo un fastidio) cuenta en las notas de producción que el proyecto de esta su segunda película nació en Punta Arenas, la ciudad más al sur de Chile, una zona donde aun existen campos minados, trincheras y restos de una guerra que estuvo a punto de desatarse entre ambos países y que solo evitó una mediación papal. La historia le interesó tanto que puso un anuncio en un periódico y comenzó a entrevistarse con soldados de ambos países que participaron en aquel conflicto y que aportaron sus dramas y anécdotas que luego dieron forma a una película que, de momento, es la película de la Sección Oficial que más me ha convencido, pese a la ya referida sensación de déjà vu, cierta tardanza en arrancar y a los problemas de distribución que puede tener – aun no tiene fecha de estreno en España – por la coincidencia con la película francesa que cerró la Seminci. La cosa está cada vez más complicada para encontrar un hueco para estas producciones.
La Última Luna posiblemente sea la película más sorprendente que hemos tenido ocasión de ver hasta el momento en el Festival. Miguel Littin, veterano y combativo director chileno autor de obras como La Tierra Prometida, Actas de Marusia, Alsino y el Cóndor – estas dos últimas nominadas al Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa en el 77 y el 82 respectivamente – La Tierra prometida o la gran Acta General de Chile, ha seguido un camino muy parecido al del italiano Saverio Constanzo con Domicilio Privado y nos ha presentado en La Última Luna una muy particular visión del inacabable conflicto palestino basándose en su propia experiencia familiar. Verán ustedes: el abuelo de Miguel Littin, nació en Beit Sajour, el villorrio palestino que se muestra en la película, durante la época de dominación turca, allá por 1914. En 1916, los ingleses expulsaron a los turcos y facilitaron las primeros kibutz o campos de trabajo judíos que, con el tiempo y otra guerra mundial de por medio, darían lugar al actual estado de Israel. Fue entonces, al empezar los conflictos tras el 16, cuando el abuelo de Littin fue enviado a Chile, donde tendría su propia familia.
Pues bien, La Última Luna se ambienta precisamente en esa época confusa que va desde el 1914 hasta 1917 aproximadamente y cuenta la historia de amistad entre un palestino cristiano – hecho del que tardas en darte cuenta: desde nuestra mentalidad occidental, el simple hecho de que sea palestino y vista como árabe nos hace inmediatamente asumir que es musulmán, cuando en realidad es cristiano – y uno de esos pioneros judíos, Jacob, que le compra un terreno y se construye allí una casa con su ayuda. Ninguno de los dos sabe lo que les depara el futuro: esta difícil amistad entre un palestino cristiano pobre y un judío con deseos de establecerse choca frontalmente primero con los esfuerzos del hermano del primero– éste sí, musulmán - por liberarse de los turcos y con la incomprensión posterior de los vecinos, que ven en esos judíos que quieren establecerse en su Tierra prometida como una amenaza, amenaza que finalmente será consumada con el beneplácito de los ingleses cuando los judíos, con más recursos y mejor organizados, empiecen a tomar por la fuerza los territorios que siempre han pertenecido a los palestinos, sentando las bases del futuro estado de Israel.
La película de Littin es sumamente inteligente: plantea un fresco de una época y unas costumbres que nos son completamente desconocidas y, con sus propias lenguas – la película está rodada en Israel, interpretada por actores palestinos, judíos y chilenos y hablada por completo en árabe y hebreo con los inevitables subtítulos – nos muestra las raíces más antiguas de un conflicto que es incluso anterior a la creación del Estado de Israel por las Naciones Unidas. Por el pueblo de Soliman, el protagonista – interpretado por un debutante, Ayman Alzulof, que recuerda un poco físicamente a Adrien Brody y que la verdad es que no lo hace nada mal – pasan desde una bella pero implacable refugiada judía que huye de la persecución, sacerdotes cristianos griegos, palestinos cristianos y musulmanes y dominadores otomanos, un crisol de culturas poderoso y bien diferenciado que rara vez se mezcla (la mayor parte o son víctimas o son verdugos en uno u otro momento) y que tratan de salir adelante como pueden. Algunos toman la decisión de mandar a sus hijos en pos de una vida mejor en lo desconocido – en este caso, Chile, como le sucedió al abuelo real de Littin, cuya peripecia está en la película y que actúa como narrador en off en varios momentos – y otros aguantan el paso de los distintos invasores sobreviviendo como pueden. Y en medio de todo esto, una relación de amistad y colaboración condenada al desastre por los acontecimientos, que acabarán creando simas profundas capaces de socavar para siempre la confianza y las bases de dicha amistad, por sólidas que parezcan.
La Última Luna es una película árida, desoladora, rodada con un formato casi documental y, aunque a ratos tenga cierto aire de culebrón, capaz de transmitir la tragedia de un territorio y de aquellos que los habitan, obligados a un enfrentamiento perpetuo por razones que vienen de antiguo y que superan los deseos presentes. Hubiera sido muy interesante contar en Huelva con el propio Littin para que nos explicara más cosas acerca de esta película que uno adivina como una suerte de catarsis personal con ese pasado tan cercano a la vida del director que tenía que ser contado. Es cierto que La Última Luna sufre de una dirección un tanto desmadejada en su tramo final, en la que la catarata de acontecimientos hace que el ritmo habitualmente tranquilo de la película se precipite en una sucesión de frenéticos sucesos no del todo bien explicados. Pero hay que reconocerle a Littin que consigue plenamente su objetivo de hacer más accesibles las raíces más antiguas de un conflicto con trazas de perpetuarse en el tiempo. Tanto es así que los rótulos finales nos explican que apenas dos meses después de terminar un más que accidentado rodaje – con la producción lista para empezar, el rodaje hubo de retrasarse hasta el final de la Guerra de Irak y, una vez metidos en faena, el rodaje fue interrumpido frecuentemente por revisiones militares que obligaron a algunos cambios abruptos de localización – se dio la paradoja de que en el mismo lugar donde se rodó la mayor parte de la película, Israel comenzó a construir ese vergonzoso muro que separa a palestinos de judíos. Y es que la realidad a menudo se impone a la ficción, por dura que ésta pueda parecernos.
Para finalizar el viaje cinematográfico por el país andino, la tarde me proporcionó en la sección paralela la película La Sagrada Familia, una historia ambientada en las vacaciones de Semana Santa en la que una familia acomodada recibe en su casa de la playa la visita de la nueva novia de su único hijo, una joven bastante inquietante y perturbadora que, a base de crear una enorme tensión sexual dará lugar a una especie de cataclismo emocional en esa familia preocupada por mantener las apariencias pero cuyo mundo es mucho menos sólido de lo que aparenta. Por allí, en los alrededores, circulan también otros personajes: una joven que ha hecho un extraño voto de silencio y una pareja de universitarios formada por un homosexual y un joven que aun no tiene asumida dicha condición, que tienen poco peso en la historia. Lo primero que viene a la mente cuando uno ve esta película es que la nueva generación de cineastas chilenos debe estar estudiando en los mismos sitios o bebiendo de los mismos referentes: La Sagrada Familia, rodada en video digital ensanchado luego a 35 mm, tiene una factura visual que recuerda enormemente a En La Cama, la película del joven Matías Bizé que acaba de ganar la Espiga de Oro en la pasada edición de la Seminci, si bien esta ópera prima de Sebastián Campos – un realizador que viene del campo del video clip y de la televisión – es incluso más mareante y está aun menos preocupada (lo que ya es decir) por unas mínimas normas de la narración cinematográfica. Su referente más cercano, si acaso, podría estar en el movimiento Dogma, tanto por el drama familiar encubierto que presenta como la forma en la que la cámara digital se mantiene siempre muy cercana al rostro de sus actores mientras estos interactúan, obligando al espectador a seguir muy de cerca – demasiado incluso para mi gusto: es evidente que aun se subestima lo que ocurre cuando una película filmada en digital pasa a un formato como el de 35 mm, que delata mucho más las flaquezas formales de la película – las evoluciones de los mismos.
La Sagrada Familia es una película en la que cuesta entrar más por su puesta en imágenes que por la historia que cuenta, pero tiene la gran virtud de poseer un sentido del humor irónico, soterrado y algo cargado de mala leche que mira con un ojo ciertamente crítico algunas de las hipocresías más habituales de la sociedad chilena – que, no lo olvidemos, en cierto sentido, está en un momento social que equivale a la España de principios de los ochenta – y más concretamente de la institución familiar, obviamente más en crisis de lo que quieren reconocer. Mejora mucho en su tramo final, cuando la actitud de la provocadora novia desata una reacción impensada en su novio francamente divertida que ayuda mucho en el balance final de una peliculita que no es que sea ninguna maravilla – muy al contrario, su primera hora puede poner algo de los nervios – pero que me parece un interesante acercamiento a cierta mentalidad propia y actual de este país que está en plena fase de crecimiento y redescubrimiento tras la negra noche de la dictadura y su apertura a una nueva etapa.
Mañana dejaremos de una vez las crónicas temáticas por países (Cuba, Brasil, Chile) y mezclaremos un poco más las películas con la uruguaya Alma Mater – otra de las preseleccionadas para el Goya – la mejicana Conejo en la Luna y alguna propuesta argentina de la sección paralela. Con el paso del fin de semana, el festival ha perdido la presencia de actores de renombre, pero aun es relativamente sencillo toparse con un Sancho Gracia pletórico con su homenaje en forma de libro – por cierto, ayer visitó el centro penitenciario donde este festival pasa todos los años algunas de sus películas en una propuesta más que loable – y por supuesto con los miembros del Jurado… pero de estos y sus curiosas costumbres ya les hablo otro día, o mejor cuando el Festival termine.
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