Sevilla, Crónica 5. David Garrido Bazán, Cobertura del Festival de cine europeo de Sevilla para La Butaca.Net. Todos los Derechos Reservados.
En la última edición de los Premios César, el equivalente francés a nuestros Goya, se vivió una auténtica revolución. Las grandes favoritas de la noche eran Los Chicos del Coro y Largo Domingo de Noviazgo, dos de las producciones francesas más exitosas del año tanto a nivel local como internacional. Sin embargo, fue L’Esquive (La Escurridiza) una modesta producción dirigida por Abdellatif Kechiche, la gran triunfadora de la noche, alzándose con los César a la Mejor Película, Dirección, Guión y Actriz Revelación. Les contaba ayer que está película resulta especialmente interesante de ver en estos momentos por todo lo que está ocurriendo en Francia, ya que L’Esquive es una película ambientada en un suburbio de Paris y sus protagonistas son chavales que viven inmersos en ese particular universo cerrado y que están en esa difusa frontera entre la infancia y la temprana adolescencia, justo cuando el sexo aun no es el centro de sus vidas pero en la que ya están muy presentes los primeros escarceos, la llama del deseo, la rivalidad, el chismorreo y todo eso que hemos visto en tantas películas de iniciación adolescente.
Sin embargo hay un elemento que hace de L’Esquive una película distinta a la vez que irresistiblemente interesante: la descripción de esos juegos ya conocidos en un ambiente, el de los suburbios de París, verdadero caldo de cultivo de los conflictos de los que estamos siendo alucinados testigos a lo largo de los últimos. En ese tipo de suburbios es donde crecen los franceses de segunda o tercera generación, hijos y nietos de aquellos que en su momento emigraron procedentes del Magreb y de otras ex-colonias francófonas. Desde la primera escena de la película uno puede notar la extraordinaria violencia con la que esos chavales están acostumbrados a relacionarse. Cualquier comentario fuera de lugar, cualquier discrepancia, cualquier desacuerdo mínimo acaba convirtiéndose en una batalla campal con gritos e insultos de todo tipo en los que no solamente resulta imposible escuchar al otro, sino que la enorme violencia verbal que se respira está a un paso de convertirse en física. En ese ambiente crispado se está cociendo una de tantas historias de amor adolescentes: Lidia, una joven rubia de ojos azules que en esa barriada poblada de rostros de rasgos que denotan inequívocamente el origen primigenio de sus pobladores destaca – al igual que la Lila de Lila Dice – como un Ferrari en una cacharrería, prepara con enorme entusiasmo una función teatral de la obra de Marivaux ‘Juegos de Amor y Fortuna’. Nuestro protagonista, Abdelkrim, alias Krimo, se ha enamorado de ella. Pero como le cuesta manejarse con las palabras, siente pánico al ridículo y además tiene una reputación que mantener frente a sus colegas del barrio, no encuentra la forma de expresar lo que siente, así que toma una decisión: será su pareja en la obra de Marivaux para, usando las palabras del autor, tratar de conseguirlo. El problema es que la cosa acaba revelándose como una tarea imposible para Krimo, que tiene que pelear con un texto difícil de entender que no puede memorizar, su nula aptitud para el teatro y la incomprensión generalizada de sus amigos, en especial del fiel pero un tanto violento Fahti, que no comprende lo que le pasa a su mejor amigo.
Este argumento tan sencillo sobre el papel se convierte en manos de Keniche en una película contundente que tiene una energía arrolladora y que posee un subtexto riquísimo en detalles sutiles que hacen que la aparente ligereza de la obra sea una herramienta inesperadamente valiosa para comprender un poco mejor los recientes incidentes ocurridos en París y otras ciudades francesas. L’Esquive hace reflexionar sobre el tipo de comunidades nacidas a la sombra de un sistema francés presuntamente integrador de las distintas culturas pero en el fondo creador de barriadas que son auténticos universos cerrados donde los chavales que allí viven no sufren por otra forma de vida mejor ni por esa supuesta marginación porque, simplemente, ni siquiera se lo plantean. Resulta un ejercicio malévolo asistir, por ejemplo, a la aparentemente ligera pero en el fondo durísima escena de la explicación por parte de la profesora de teatro del mensaje último de la obra de Mariveaux – que básicamente viene a decir que por mucho que uno se disfrace de otra cosa, su condición social siempre acaba por imponerse – aplicado a un barrio como éste, convirtiéndolo en un mensaje desesperanzador que los chavales no captarán en su totalidad, pero sí el espectador. Por lo demás, Keniche consigue una obra entretenida, divertida a ratos, sobrecogedoramente violenta a veces y tierna otras, pero en la que siempre subyace un mensaje escondido bastante demoledor. Destacar asimismo el impresionante trabajo que hace el grupo de chavales protagonistas, del primero al último – aunque Sara Forestier, flamante César a la Mejor Actriz Revelación, destaque sobremanera – capaces de transmitir una frescura y naturalidad nada impostada que uno se cree por completo. Basta con ver el modo de comportarse de Fathi para adivinar que ese es el tipo de persona que, pocos años después, harto del tipo de vida que lleve en su barrio y de algún que otro abuso policial, será de los que coja un bidón de gasolina para pegarle fuego a un coche. Muy notable película.
Más que notable impresionante es el calificativo que mejor le cuadra a la primera hora de Vete y Vive, la película de Radu Mihaileanu, el director de aquella estupenda película llamada El Tren de la Vida que en su momento pasó un tanto desapercibida por sus semejanzas temáticas con La Vida es Bella de Roberto Benigni, que concursa dentro de la Sección Oficial. Para comprender en su totalidad la fuerza de esta película sobre el desarraigo más absoluto es preciso, al igual que sucede en la película, hacer una introducción: hace ahora 20 años tuvo lugar la increíble historia del éxodo a Israel de los Falashas, palabra con la que se denomina a los judíos procedentes de Etiopía, judíos que tienen una particularidad única, ya que son los únicos entre los negros africanos que profesan dicha religión, y los únicos negros entre los judíos en la larga historia de esta raza. Los judíos etíopes fueron evacuados de África con destino a Israel – contraviniendo las órdenes del gobierno entonces comunista – por medio de la llamada ‘Operación Moisés’ que salvó en un primer momento a unos 8000 judíos etíopes, si bien unos 4000 murieron en el intento, ya que para llegar a los campamentos de refugiados de Sudán donde los aviones les recogieron, los falashas debieron salir de Etiopía a través de las montañas y, una vez en Sudán, un país musulmán hostil, ocultar su verdadera identidad a la espera de poder ser evacuados so pena de ser asesinados o torturados. El hambre, la sed o el simple agotamiento de un viaje tan tortuoso se llevó por delante a gran parte esa comunidad. La historia de Vete y Vive es la historia de un niño de nueve años cristiano, presente en esos campos de refugiados, a quien su madre obliga a hacerse pasar por el hijo de otra mujer judía con el fin de que sea evacuado y tenga una oportunidad de sobrevivir. Schlomo, que así será rebautizado nuestro protagonista en Israel se convierte así en el portador de un terrible secreto. No podrá revelar jamás su verdadera identidad y, cuando se quede solo por la muerte de su madre adoptiva al poco de llegar a Tierra Santa, empezará su doloroso periplo. Adoptado por una familia judía francesa de ideología muy liberal y casi atea, Schlomo es y será siempre un extraño en una tierra a la que no pertenece, educado por necesidad en una religión que no es la suya, imposibilitado de buscar a su verdadera madre y obligado a convivir con su secreto. Eso por no mencionar que su color negro le hace ser miembro de una minoría continuamente discriminada en Israel, por lo que a pesar del apoyo y cariño de su nueva familia, Schlomo se sabe un impostor que vive una mentira y que, no importa lo inteligente que sea o lo mucho que intente integrarse, jamás lo conseguirá del todo.
La vida de Schlomo es un tremendo fresco de los últimos veinte años de la historia de Israel a través de la mirada interior y exterior de un personaje fantástico que no es ni judío ni palestino ni cristiano, pero que a la vez es en parte algo de todas esas cosas. Schlomo es la viva imagen del desarraigo más absoluto y del que no se puede escapar por mucho que uno lo intente porque cuando uno sabe secretamente que no pertenece al sitio donde vive, está condenado por siempre al desarraigo perpetuo y a la eterna lucha consigo mismo. Su color de piel, su pertenencia a una etnia en cuestión dentro de la propia Israel nos muestra un país con dos caras, que ha pasado de ser víctima a incluso ser jueces y verdugos de aquellos que dice proteger… La película de Mihaileanu resulta brillante, especialmente en su primera hora, cuando describe con una enorme precisión el proceso de adaptación de Schlomo a un mundo completamente nuevo y desconocido – conmociona la escena de las duchas, con el niño aterrorizado por la pérdida de agua a través de los desagües, el peor crimen que se puede cometer en esos países africanos – y su relación con su familia adoptiva. Es una lástima que, en su afán de contar toda la epopeya de un personaje tan dramático, Mihaileanu caiga en el error de no cortar a tiempo y dejar que el espectador que llene los huecos de un personaje del que, a partir de un determinado momento – la despedida, por así decirlo, de su tercera madre, una magnífica Yael Abecassis - ya sabemos que va a ser capaz, pese a todo, de salir adelante. La última hora de esta película innecesariamente alargada estropea buena parte de sus muchos méritos, desembocando incluso en un último plano francamente de vergüenza ajena que deja un regusto muy amargo por cuanto su primera hora es, hasta el momento, sino el mejor cine, sin duda el más emocionante que un servidor ha visto en lo que va de Sección Oficial.
De entre lo visto por la tarde en las distintas secciones paralelas – entre una surrealista historia noruega tipo Vidas Cruzadas (¡otra más!) llamada Hawai Oslo que me dejó absolutamente frío y una comedia italiana llamada Manuale D’Amore, destinada posiblemente a tener cierto éxito comercial por la universalidad inagotable de su temática y por los ingeniosos y divertidos diálogos de sus dos primeros sketches, pero absolutamente cargante según avanza su metraje hasta hacerse incluso aburrida – destacar la presencia de una muy interesante película también italiana llamada La Vita que Vorrei (hoy tocaba cine italiano en doble dosis, que aun no lo habíamos catado en este festival) que se traduciría por algo así como La Vida que Quiero, dirigida por Giuseppe Piccioni y muy bien interpretada por sus dos protagonistas, Luigi Lo Cascio y la impresionante Sandra Ceccarelli, nominada al Premio Europeo a la mejor Actriz por este papel y de la que un servidor se confiesa a partir de este momento un rendido admirador tanto de su incuestionable belleza (¡que manera de mirar la de esta mujer, una mirada capaz de aunar el brillo del amor y una amarga tristeza a un tiempo!) como por su talento interpretativo. La Vita Che Vorrei es, nunca mejor dicho, una película de actores sobre actores, ya que cuenta la tormentosa relación que se establece entre el consagrado actor Stefano y la madura debutante Laura, que tras muchos años de sinsabores tiene su primera gran oportunidad en una producción importante. El amor estalla de forma inevitable entre ellos, pese a que Stefano es un hombre emocionalmente aislado, frío, incapaz de controlar los celos y las muchas inseguridades que ni siquiera una carrera plagada de éxitos han conseguido aplacar. Laura es todo lo contrario: impetuosa, sensual, incapaz de reprimir la fuerza de los sentimientos que desarrolla por Stefano, al que ama con tanta ternura como generosidad.
La película alterna la historia de amor que ambos protagonistas viven en la realidad con la película de época que están protagonizando, en cuyo argumento también dan vida a una pareja de amantes que están obligados a guardar las apariencias, por lo que el director Giuseppe Piccioni utiliza esos vasos comunicantes de forma continua entre realidad y ficción – en ese aspecto, la película recuerda no pocas veces al famoso clásico La Noche Americana de Truffaut - según va avanzando, a trompicones, una historia de amor tan intensa como tormentosa por imposibilidad de Stefano de tratar con sus sentimientos y sus celos. Piccioni, con muy buen criterio, deja a sus dos magníficos actores, ambos acertados en sus composiciones, ambos conmovedores en sus roles, que ocupen el escenario y, con una puesta en escena siempre muy cercana a los rostros de sus protagonistas, que expresan sus sentimientos mejor que sus palabras, consigue una obra emocionante y a ratos incluso dolorosamente arrebatada, a la que tan solo le sobra un epílogo un tanto complaciente que no encaja del todo con lo que la historia parece demandar a esas alturas. Pero, como ya saben los que hayan seguido estas crónicas, y con honrosas excepciones, parece ser moneda común en este festival los finales de películas que no están a la altura de la fuerza inicial de sus propuestas. Cosa que, por otra parte, es un defecto muy propio de casi todo el cine que se hace en la actualidad, un signo de los tiempos al que el cine europeo, desgraciadamente, no parece tampoco del todo inmune.
Quedan dos días de Festival, pero solo tres películas de la Sección Oficial – hoy nos hemos enterado que la producción israelí Ve’Lakhta Lehe Isha (To Take a Wife) que tenía que cerrar dicha sección este viernes ha quedado fuera de concurso por haberse visto en el pasado Festival de Las Palmas – de las que, salvo sorpresas, no se espera que superen lo visto hasta la fecha. Pero también está el último Wim Wenders, Don’t Come Knocking, esperado con mucha expectación o la extravagante La Moustache de Emmanuel Carrière, más alguna cosilla de las secciones paralelas con pinta de interesante, así que aun no pierdo la esperanza de encontrar alguna joya escondida entre esta auténtica marabunta de películas. Eso si, se echa de menos, posiblemente por tratarse de un festival tan joven, la presencia de directores y autores que defiendan en rueda de prensa sus propuestas, fuente tanto de información como de jugosas anécdotas de las que estamos un tanto desasistidos. Y como a uno no le ha dado por seguir las retrospectivas de Bela Tarr o de Patrice Chereau, que sí andan por aquí de forma más o menos habitual, disfrutando del agradable sol de Sevilla – perdonen que insista, pero es que nos están haciendo unos días de fábula: hasta el húngaro Bela Tarr, que inunda de lluvia y mal tiempo en general sus películas, se ha declarado impresionado por el particular – pues no hay mucho que rascar en ese sentido, y cosas tan intrascendentes como la presentación de un futuro estreno por parte de Imanol Arias llenan más páginas que los comentarios sobre las películas, tal es el hambre de glamour. Eso si, una pregunta flota en el ambiente ¿Por qué no habrá ni una sola película española a concurso en la Sección Oficial, si solo hay doce títulos? Vale que se trata de dar a conocer el cine europeo al espectador español, pero digo yo que nosotros también somos Europa ¿o no? Pues eso, joder, pues eso.
En la última edición de los Premios César, el equivalente francés a nuestros Goya, se vivió una auténtica revolución. Las grandes favoritas de la noche eran Los Chicos del Coro y Largo Domingo de Noviazgo, dos de las producciones francesas más exitosas del año tanto a nivel local como internacional. Sin embargo, fue L’Esquive (La Escurridiza) una modesta producción dirigida por Abdellatif Kechiche, la gran triunfadora de la noche, alzándose con los César a la Mejor Película, Dirección, Guión y Actriz Revelación. Les contaba ayer que está película resulta especialmente interesante de ver en estos momentos por todo lo que está ocurriendo en Francia, ya que L’Esquive es una película ambientada en un suburbio de Paris y sus protagonistas son chavales que viven inmersos en ese particular universo cerrado y que están en esa difusa frontera entre la infancia y la temprana adolescencia, justo cuando el sexo aun no es el centro de sus vidas pero en la que ya están muy presentes los primeros escarceos, la llama del deseo, la rivalidad, el chismorreo y todo eso que hemos visto en tantas películas de iniciación adolescente.
Sin embargo hay un elemento que hace de L’Esquive una película distinta a la vez que irresistiblemente interesante: la descripción de esos juegos ya conocidos en un ambiente, el de los suburbios de París, verdadero caldo de cultivo de los conflictos de los que estamos siendo alucinados testigos a lo largo de los últimos. En ese tipo de suburbios es donde crecen los franceses de segunda o tercera generación, hijos y nietos de aquellos que en su momento emigraron procedentes del Magreb y de otras ex-colonias francófonas. Desde la primera escena de la película uno puede notar la extraordinaria violencia con la que esos chavales están acostumbrados a relacionarse. Cualquier comentario fuera de lugar, cualquier discrepancia, cualquier desacuerdo mínimo acaba convirtiéndose en una batalla campal con gritos e insultos de todo tipo en los que no solamente resulta imposible escuchar al otro, sino que la enorme violencia verbal que se respira está a un paso de convertirse en física. En ese ambiente crispado se está cociendo una de tantas historias de amor adolescentes: Lidia, una joven rubia de ojos azules que en esa barriada poblada de rostros de rasgos que denotan inequívocamente el origen primigenio de sus pobladores destaca – al igual que la Lila de Lila Dice – como un Ferrari en una cacharrería, prepara con enorme entusiasmo una función teatral de la obra de Marivaux ‘Juegos de Amor y Fortuna’. Nuestro protagonista, Abdelkrim, alias Krimo, se ha enamorado de ella. Pero como le cuesta manejarse con las palabras, siente pánico al ridículo y además tiene una reputación que mantener frente a sus colegas del barrio, no encuentra la forma de expresar lo que siente, así que toma una decisión: será su pareja en la obra de Marivaux para, usando las palabras del autor, tratar de conseguirlo. El problema es que la cosa acaba revelándose como una tarea imposible para Krimo, que tiene que pelear con un texto difícil de entender que no puede memorizar, su nula aptitud para el teatro y la incomprensión generalizada de sus amigos, en especial del fiel pero un tanto violento Fahti, que no comprende lo que le pasa a su mejor amigo.
Este argumento tan sencillo sobre el papel se convierte en manos de Keniche en una película contundente que tiene una energía arrolladora y que posee un subtexto riquísimo en detalles sutiles que hacen que la aparente ligereza de la obra sea una herramienta inesperadamente valiosa para comprender un poco mejor los recientes incidentes ocurridos en París y otras ciudades francesas. L’Esquive hace reflexionar sobre el tipo de comunidades nacidas a la sombra de un sistema francés presuntamente integrador de las distintas culturas pero en el fondo creador de barriadas que son auténticos universos cerrados donde los chavales que allí viven no sufren por otra forma de vida mejor ni por esa supuesta marginación porque, simplemente, ni siquiera se lo plantean. Resulta un ejercicio malévolo asistir, por ejemplo, a la aparentemente ligera pero en el fondo durísima escena de la explicación por parte de la profesora de teatro del mensaje último de la obra de Mariveaux – que básicamente viene a decir que por mucho que uno se disfrace de otra cosa, su condición social siempre acaba por imponerse – aplicado a un barrio como éste, convirtiéndolo en un mensaje desesperanzador que los chavales no captarán en su totalidad, pero sí el espectador. Por lo demás, Keniche consigue una obra entretenida, divertida a ratos, sobrecogedoramente violenta a veces y tierna otras, pero en la que siempre subyace un mensaje escondido bastante demoledor. Destacar asimismo el impresionante trabajo que hace el grupo de chavales protagonistas, del primero al último – aunque Sara Forestier, flamante César a la Mejor Actriz Revelación, destaque sobremanera – capaces de transmitir una frescura y naturalidad nada impostada que uno se cree por completo. Basta con ver el modo de comportarse de Fathi para adivinar que ese es el tipo de persona que, pocos años después, harto del tipo de vida que lleve en su barrio y de algún que otro abuso policial, será de los que coja un bidón de gasolina para pegarle fuego a un coche. Muy notable película.
Más que notable impresionante es el calificativo que mejor le cuadra a la primera hora de Vete y Vive, la película de Radu Mihaileanu, el director de aquella estupenda película llamada El Tren de la Vida que en su momento pasó un tanto desapercibida por sus semejanzas temáticas con La Vida es Bella de Roberto Benigni, que concursa dentro de la Sección Oficial. Para comprender en su totalidad la fuerza de esta película sobre el desarraigo más absoluto es preciso, al igual que sucede en la película, hacer una introducción: hace ahora 20 años tuvo lugar la increíble historia del éxodo a Israel de los Falashas, palabra con la que se denomina a los judíos procedentes de Etiopía, judíos que tienen una particularidad única, ya que son los únicos entre los negros africanos que profesan dicha religión, y los únicos negros entre los judíos en la larga historia de esta raza. Los judíos etíopes fueron evacuados de África con destino a Israel – contraviniendo las órdenes del gobierno entonces comunista – por medio de la llamada ‘Operación Moisés’ que salvó en un primer momento a unos 8000 judíos etíopes, si bien unos 4000 murieron en el intento, ya que para llegar a los campamentos de refugiados de Sudán donde los aviones les recogieron, los falashas debieron salir de Etiopía a través de las montañas y, una vez en Sudán, un país musulmán hostil, ocultar su verdadera identidad a la espera de poder ser evacuados so pena de ser asesinados o torturados. El hambre, la sed o el simple agotamiento de un viaje tan tortuoso se llevó por delante a gran parte esa comunidad. La historia de Vete y Vive es la historia de un niño de nueve años cristiano, presente en esos campos de refugiados, a quien su madre obliga a hacerse pasar por el hijo de otra mujer judía con el fin de que sea evacuado y tenga una oportunidad de sobrevivir. Schlomo, que así será rebautizado nuestro protagonista en Israel se convierte así en el portador de un terrible secreto. No podrá revelar jamás su verdadera identidad y, cuando se quede solo por la muerte de su madre adoptiva al poco de llegar a Tierra Santa, empezará su doloroso periplo. Adoptado por una familia judía francesa de ideología muy liberal y casi atea, Schlomo es y será siempre un extraño en una tierra a la que no pertenece, educado por necesidad en una religión que no es la suya, imposibilitado de buscar a su verdadera madre y obligado a convivir con su secreto. Eso por no mencionar que su color negro le hace ser miembro de una minoría continuamente discriminada en Israel, por lo que a pesar del apoyo y cariño de su nueva familia, Schlomo se sabe un impostor que vive una mentira y que, no importa lo inteligente que sea o lo mucho que intente integrarse, jamás lo conseguirá del todo.
La vida de Schlomo es un tremendo fresco de los últimos veinte años de la historia de Israel a través de la mirada interior y exterior de un personaje fantástico que no es ni judío ni palestino ni cristiano, pero que a la vez es en parte algo de todas esas cosas. Schlomo es la viva imagen del desarraigo más absoluto y del que no se puede escapar por mucho que uno lo intente porque cuando uno sabe secretamente que no pertenece al sitio donde vive, está condenado por siempre al desarraigo perpetuo y a la eterna lucha consigo mismo. Su color de piel, su pertenencia a una etnia en cuestión dentro de la propia Israel nos muestra un país con dos caras, que ha pasado de ser víctima a incluso ser jueces y verdugos de aquellos que dice proteger… La película de Mihaileanu resulta brillante, especialmente en su primera hora, cuando describe con una enorme precisión el proceso de adaptación de Schlomo a un mundo completamente nuevo y desconocido – conmociona la escena de las duchas, con el niño aterrorizado por la pérdida de agua a través de los desagües, el peor crimen que se puede cometer en esos países africanos – y su relación con su familia adoptiva. Es una lástima que, en su afán de contar toda la epopeya de un personaje tan dramático, Mihaileanu caiga en el error de no cortar a tiempo y dejar que el espectador que llene los huecos de un personaje del que, a partir de un determinado momento – la despedida, por así decirlo, de su tercera madre, una magnífica Yael Abecassis - ya sabemos que va a ser capaz, pese a todo, de salir adelante. La última hora de esta película innecesariamente alargada estropea buena parte de sus muchos méritos, desembocando incluso en un último plano francamente de vergüenza ajena que deja un regusto muy amargo por cuanto su primera hora es, hasta el momento, sino el mejor cine, sin duda el más emocionante que un servidor ha visto en lo que va de Sección Oficial.
De entre lo visto por la tarde en las distintas secciones paralelas – entre una surrealista historia noruega tipo Vidas Cruzadas (¡otra más!) llamada Hawai Oslo que me dejó absolutamente frío y una comedia italiana llamada Manuale D’Amore, destinada posiblemente a tener cierto éxito comercial por la universalidad inagotable de su temática y por los ingeniosos y divertidos diálogos de sus dos primeros sketches, pero absolutamente cargante según avanza su metraje hasta hacerse incluso aburrida – destacar la presencia de una muy interesante película también italiana llamada La Vita que Vorrei (hoy tocaba cine italiano en doble dosis, que aun no lo habíamos catado en este festival) que se traduciría por algo así como La Vida que Quiero, dirigida por Giuseppe Piccioni y muy bien interpretada por sus dos protagonistas, Luigi Lo Cascio y la impresionante Sandra Ceccarelli, nominada al Premio Europeo a la mejor Actriz por este papel y de la que un servidor se confiesa a partir de este momento un rendido admirador tanto de su incuestionable belleza (¡que manera de mirar la de esta mujer, una mirada capaz de aunar el brillo del amor y una amarga tristeza a un tiempo!) como por su talento interpretativo. La Vita Che Vorrei es, nunca mejor dicho, una película de actores sobre actores, ya que cuenta la tormentosa relación que se establece entre el consagrado actor Stefano y la madura debutante Laura, que tras muchos años de sinsabores tiene su primera gran oportunidad en una producción importante. El amor estalla de forma inevitable entre ellos, pese a que Stefano es un hombre emocionalmente aislado, frío, incapaz de controlar los celos y las muchas inseguridades que ni siquiera una carrera plagada de éxitos han conseguido aplacar. Laura es todo lo contrario: impetuosa, sensual, incapaz de reprimir la fuerza de los sentimientos que desarrolla por Stefano, al que ama con tanta ternura como generosidad.
La película alterna la historia de amor que ambos protagonistas viven en la realidad con la película de época que están protagonizando, en cuyo argumento también dan vida a una pareja de amantes que están obligados a guardar las apariencias, por lo que el director Giuseppe Piccioni utiliza esos vasos comunicantes de forma continua entre realidad y ficción – en ese aspecto, la película recuerda no pocas veces al famoso clásico La Noche Americana de Truffaut - según va avanzando, a trompicones, una historia de amor tan intensa como tormentosa por imposibilidad de Stefano de tratar con sus sentimientos y sus celos. Piccioni, con muy buen criterio, deja a sus dos magníficos actores, ambos acertados en sus composiciones, ambos conmovedores en sus roles, que ocupen el escenario y, con una puesta en escena siempre muy cercana a los rostros de sus protagonistas, que expresan sus sentimientos mejor que sus palabras, consigue una obra emocionante y a ratos incluso dolorosamente arrebatada, a la que tan solo le sobra un epílogo un tanto complaciente que no encaja del todo con lo que la historia parece demandar a esas alturas. Pero, como ya saben los que hayan seguido estas crónicas, y con honrosas excepciones, parece ser moneda común en este festival los finales de películas que no están a la altura de la fuerza inicial de sus propuestas. Cosa que, por otra parte, es un defecto muy propio de casi todo el cine que se hace en la actualidad, un signo de los tiempos al que el cine europeo, desgraciadamente, no parece tampoco del todo inmune.
Quedan dos días de Festival, pero solo tres películas de la Sección Oficial – hoy nos hemos enterado que la producción israelí Ve’Lakhta Lehe Isha (To Take a Wife) que tenía que cerrar dicha sección este viernes ha quedado fuera de concurso por haberse visto en el pasado Festival de Las Palmas – de las que, salvo sorpresas, no se espera que superen lo visto hasta la fecha. Pero también está el último Wim Wenders, Don’t Come Knocking, esperado con mucha expectación o la extravagante La Moustache de Emmanuel Carrière, más alguna cosilla de las secciones paralelas con pinta de interesante, así que aun no pierdo la esperanza de encontrar alguna joya escondida entre esta auténtica marabunta de películas. Eso si, se echa de menos, posiblemente por tratarse de un festival tan joven, la presencia de directores y autores que defiendan en rueda de prensa sus propuestas, fuente tanto de información como de jugosas anécdotas de las que estamos un tanto desasistidos. Y como a uno no le ha dado por seguir las retrospectivas de Bela Tarr o de Patrice Chereau, que sí andan por aquí de forma más o menos habitual, disfrutando del agradable sol de Sevilla – perdonen que insista, pero es que nos están haciendo unos días de fábula: hasta el húngaro Bela Tarr, que inunda de lluvia y mal tiempo en general sus películas, se ha declarado impresionado por el particular – pues no hay mucho que rascar en ese sentido, y cosas tan intrascendentes como la presentación de un futuro estreno por parte de Imanol Arias llenan más páginas que los comentarios sobre las películas, tal es el hambre de glamour. Eso si, una pregunta flota en el ambiente ¿Por qué no habrá ni una sola película española a concurso en la Sección Oficial, si solo hay doce títulos? Vale que se trata de dar a conocer el cine europeo al espectador español, pero digo yo que nosotros también somos Europa ¿o no? Pues eso, joder, pues eso.
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