Sevilla, Crónica 6. David Garrido Bazán. Cobertura del Festival de cine europeo para La Butaca.Net. Todos los Derechos Reservados.
- Joder la que está liando el tío éste… – era el comentario que, en susurros, podía oírse de cuando en cuando por el Lope de Vega en el pase de prensa de Dead Man’s Shoes, la primera película de la Sección Oficial del día.
El tío en cuestión era el actor Paddy Considine, que estaba aquí bastante alejado del papel de colega borracho de Russell Crowe en Cinderella Man que le vimos hace unos meses. En Dead Man’s Shoes, película en la que por cierto también ha participado en calidad de guionista, Considine interpreta a Richard, un ex-soldado del ejército británico que vuelve al pueblucho de mala muerte del que salió hace unos cuantos años atrás para ejecutar una venganza digna de algunas películas de Sergio Leone… o de Steven Seagal. Un puñado de camellos locales, bastante torpes, son el objetivo de una venganza nada meticulosa – la verdad es que Richard no puede ir más de frente de lo que va contra esta panda de inútiles nada acostumbrados a encontrar resistencia – que tiene que ver con ciertos abusos cometidos siete años atrás contra Anthony, el hermano pequeño y retrasado de Richard, abusos de los que se nos va proporcionando información a lo largo de la película.
Dead Man’s Shoes tiene un tono extraño, a medio camino entre la salvaje violencia desatada y cierto sarcasmo desconcertante, sobre todo en su tramo inicial. Richard no quiere tan solo vengarse: por motivos que iremos descubriendo poco a poco, necesita infundir el terror en el corazón de sus futuras víctimas. Así pues, sus primeras incursiones en sus vidas no provocan daños, sino que son más bien como bromas siniestras que anuncian lo fácilmente que puede introducirse en sus casas y hacer lo que se le antoje, aunque sea algo tan aparentemente pueril como maquillar al jefe del grupo mientras éste duerme, hacer graffittis o decorar chaquetas. Existe cierta intención de buscar la complicidad del espectador, y éste se deja arrastrar con gusto a dicho juego, riendo las gracias del ejecutor pero siendo consciente a un tiempo de que hay algo mortalmente serio que anima sus actos y que ese tipo inquietante al que Paddy Considine dota de una terrible presencia y determinación es capaz de cualquier cosa.
Shane Meadows, un director al que conocemos por 24.7: Twenty Tour Seven y Una Habitación para Romeo, ha construido una película que más allá de la historia de venganza que cuenta, reflexiona sobre la debilidad y como los hombres sienten cierta irresistible tendencia a abusar de ella; y también sobre lo contrario, es decir, la forma en la que esos mismos hombres reaccionan ante la presencia de alguien a quien intuyen mucho más fuerte que ellos. Sin embargo, quizás lo más interesante de Dead Man’s Shoes sea el tramo final de la película, en el que esa historia de violencia que está llegando a su fin muestra su verdadera naturaleza, mucho más compleja de lo que parecía hasta entonces. La ajustada puesta en escena de Meadows – a la que solo cabe reprocharle ciertos excesos en secuencias como la del viaje lisérgico -; una BSO de lo más ecléctico en la que tienen cabida tanto las hermosas composiciones de Arvo Part como los delirios electrónicos de Aphex Twins, una buena fotografía de Danny Cohen y la adecuada interpretación de un reparto casi completamente desconocido – destaca Toby Kebell en el papel del retrasado Anthony – conforman una película bastante entretenida pero de cuyas posibilidades cara al palmarés final un servidor duda por algunas debilidades de guión evidentes, además de por su temática, inhabitual en este tipo de festivales. Y es que, como se comentaba por los pasillos del Lope de Vega a la salida, Dead man’s Shoes era algo así como si para darle lustre a un festival pretendes conseguir lo último de Cronenberg y éste te trae Una Historia de Violencia. Pues muy bien, pero no era exactamente lo esperado.
En cualquier caso, la segunda película del día hizo que valoráramos aun más la propuesta de Shane Meadows, porque la verdad es que Los Invisibles, producción francesa dirigida por un tal Thierry Jousse, nos hizo aburrirnos hasta lo indecible. Una vez vista la película, yo sostengo la teoría de que esta extrañísima película está en la Sección Oficial como uno más de los homenajes que Sevilla está rindiendo a Patrice Chereau, y es que viéndola uno no puede sino acordarse de Intimidad, una de las mejores películas del realizador francés, de la que Los Invisibles es algo así como una versión electrónica con algunas aportaciones cercanas al universo de David Lynch. Me explicaré algo mejor: Los Invisibles cuenta la historia de Bruno, un compositor de música electrónica de esos que buscan los ruidos más extraños, las voces más sugerentes y casi cualquier sonido de la vida cotidiana para, dándole una base rítmica en la mesa de mezclas, conseguir extrañas composiciones. En un chatline telefónico conoce a Lisa, una desconocida cuya voz le subyuga y con la que queda en un hotel para un encuentro sexual. Ella pone las reglas, un poco al estilo de Intimidad: una habitación completamente a oscuras, nada de preguntas y desaparición en cuanto el acto termina. Tras varios encuentros de la misma índole – que despiertan en Bruno tanto una enorme curiosidad como la inspiración y el material que necesita para su música, pues graba los encuentros a escondidas y lo recicla – Lisa desaparece de la vida de Bruno sin dar más explicaciones. Y Bruno, con la inspiración perdida y obsesionado por recuperar a su musa, inicia un sórdido viaje iniciático en su búsqueda, en la que juegan un papel el peculiar portero de su edificio – un enamorado de la música que tiene su propia agenda – y un misterioso personaje, que parece mismamente salido de Carretera Perdida de David Lynch, que le da alguna pistas que, lejos de ayudarle, aun le provocan un mayor desconcierto.
Es evidente que la conexión entre la música – bueno, más bien la acumulación de ruidos y sonidos con cierta base rítmica – y el cine es un elemento muy importante para el director Thierry Jousse. De hecho, quizás lo más salvable de su película sea la idea de que el personaje de Bruno es capaz de organizar el caos en el que vive gracias a la transformación de los ruidos que le rodean en algo parecido la música electrónica, pero no hay que engañarse: Los Invisibles es una película absolutamente fallida que no engancha al espectador con ninguno de sus elementos. Ni la misteriosa historia de amor con la mujer desconocida, ni el enigma que supuestamente se oculta detrás de ella, ni las maquinaciones del portero y ese extraño ‘Mr. Eddie’ al que representa, ni mucho menos las tribulaciones existenciales de un personaje tan radicalmente antipático como Bruno interesan lo más mínimo. Los distintos elementos que componen la película están deslavazados, cada uno marchando un poco a su aire, y si a eso le sumamos que la música incidental de Los Invisibles resulta francamente desagradable y que hay alguna que otra decisión discutible desde la puesta en escena (¿no hay ninguna idea mejor para filmar los encuentros sexuales en la habitación del hotel a oscuras que una pantalla en negro durante varios interminables minutos?), el resultado es que los verdaderos invisibles en la sala hubiéramos querido ser los chicos de la prensa para habernos escapado de aquel horror pretencioso cuya escasa hora y media de duración a algunos se nos hizo eterna.
Así las cosas en la Sección Oficial, el mejor cine presente en Sevilla sigue llegando de la mano de las secciones paralelas, donde uno se siente a veces como Forrest Gump y su caja de bombones, no sabiendo nunca lo que le va a tocar. La tarde del jueves tenía, sin embargo, una apuesta segura: la última película de Wim Wenders y Sam Shepard, Don’t Come Knocking, que ya había estado en la sección oficial a concurso en el pasado festival de Cannes. Si tenemos en cuenta que la anterior colaboración entre el director alemán y el guionista/actor estadounidense dio lugar hace veinte años a una obra maestra llamada Paris Texas comprenderán ustedes la lógica expectación con la que una sala abarrotada esperaba esta nueva película. El problema es que, siguiendo la caprichosa Ley de Murphy, la copia de Don’t Come Knocking que pudimos ver en Sevilla era un absoluto desastre: la mitad de la pantalla se hallaba continuamente desenfocada, los operarios no eran capaces de solucionarlo por más que protestábamos y, en esas condiciones, resultaba muy difícil concentrarse en esta historia crepuscular de amor, relaciones familiares, paternidades recién descubiertas y, sobre todo, de oportunidades perdidas que forman un díptico de lo más curioso con otra película reciente de otro francotirador consagrado como Jim Jarmusch, Broken Flowers. Sin duda, el actor famoso en el tramo final de su carrera interpretado por Sam Shepard en esta película y ese apático don juan al que da vida Bill Murray en Flores Rotas tendrían mucho que decirse si alguna vez se cruzaran. No deja de ser curioso que dos directores tan distintos como Jarmusch y Wenders hayan afrontado temáticas tan parecidas en sus dos últimas películas y es comprensible el desconcierto que provocara en su momento el que ambas coincidieran en Cannes.
Pese a los problemas técnicos en su proyección, hay que decir desde ya que Don’t Come Knocking es una película magnífica que ningún admirador de Paris Texas debería perderse, pues es lo más parecido a dicha obra que Wim Wenders ha realizado en su carrera, un hecho del que es directamente responsable el espléndido guión escrito por Sam Shepard – que también realiza una interpretación más que notable en el papel protagonista – un señor al que si ya de por sí uno admira y envidia profundamente por irse a dormir cada noche en compañía de Jessica Lange, aun tiene más motivos para hacerlo gracias a las historias que escribe. La peripecia de Don’t Come Knocking es la de Howard, un actor que ya ha pasado los sesenta y que en su momento fue una gran estrella gracias a sus papeles de vaquero en multitud de western. Tras una vida llena de excesos en los que no han faltado el alcohol, las drogas y el sexo en grandes cantidades – tampoco es que le falten ahora, incluso en contra de su voluntad – y un lento declive en películas de bajo presupuesto que explotan su imagen de antaño y que no le atraen los más mínimo, Howard decide romper la baraja y huir al galope del rodaje de su último film, refugiándose en casa de su madre –una magnífica y sorprendente Eva Marie Saint- a la que no ha visto en los últimos treinta años. Allí se entera de que, muchos años atrás, una antigua amante le contó a su madre que llevaba al hijo de Howard en su interior. Así que éste, espoleado por dicho descubrimiento, inicia un viaje hacia el pasado en busca de ese hijo perdido con la esperanza de encontrar un cierto sentido a su vida, mientras una especie de detective privado contratado por la aseguradora del filme (un serio y divertido hombrecillo gris al que da vida Tim Roth) persigue a Howard para forzarle a volver al set y cumplir con su contrato.
Es simplemente magnífica la forma en la que Shepard y Wenders nos embarcan en este viaje. Los encuentros de Howard con aquel amor del pasado – una estupenda Jessica Lange a la que su marido le ha regalado un papel precioso – y con un hijo que no solo no le acepta sino que le recibe con una increíble rabia en ese pueblecito perdido de Montana, más la presencia de algún otro personaje que también tiene relación con Howard –Sky, Sarah Polley, en otra de esas composiciones de mujer aparentemente frágil pero llena de fuerza que tan bien se le dan a esta menuda actriz canadiense– conforman una historia en la que los inevitables reencuentros nunca salen como se esperan: Howard y Doreen son dos viejos amantes cuya pasión se apagó hace ya muchos años, dando paso a la indolencia que produce la necesidad de seguir adelante; Earl ha vivido toda la vida sin un padre y no está dispuesto a aceptar a ese extraño que de pronto aparece en su puerta, aunque sea la pieza del puzzle que le faltaba desde hacía mucho; por su parte Sky si tiene ese interés por reconstruir la relación con Howard, pero éste ni siquiera es consciente de su existencia. Todo ello está servido con suma elegancia e inteligencia por parte de Wenders, aprovechando al máximo a un reparto en estado de gracia liderado por Sam Shepard y una colección de temas supervisados por el productor T-Bone Burnett (el mismo que se encargó en su momento de las BSO de O’Brother o Cold Mountain) que, por supuesto, no llega al nivel de inolvidable excelencia de Ry Cooder en Paris Texas, pero que resulta sumamente agradable al oído del espectador y que se ajusta como un guante a las necesidades dramáticas de la película, una obra que tendré que recuperar cuando se estrene en las carteleras españolas porque la verdad es que fue una lástima visionarla en tan penosas circunstancias.
Mañana (por el viernes) termina La Sección Oficial con la producción griega Hostage de la que no se espera que vaya a cambiar la sensación general de que las mejores películas de este algo endeble selección ya han podido verse en el Lope de Vega y por aquí empiezan a circular las quinielas, en las que invariablemente se repiten dos títulos: la francesa De Battre Mon Coeur S’est Arrêté y la rumana La Muerte del Señor Lazarescu, que representan algo así como la lucha entre la que posiblemente sea película más sólida en términos objetivos de la Sección Oficial y la propuesta más cinéfila (y por lo tanto más arriesgada) en el sentido más minoritario del término. Ya saben, la lucha eterna…
- Joder la que está liando el tío éste… – era el comentario que, en susurros, podía oírse de cuando en cuando por el Lope de Vega en el pase de prensa de Dead Man’s Shoes, la primera película de la Sección Oficial del día.
El tío en cuestión era el actor Paddy Considine, que estaba aquí bastante alejado del papel de colega borracho de Russell Crowe en Cinderella Man que le vimos hace unos meses. En Dead Man’s Shoes, película en la que por cierto también ha participado en calidad de guionista, Considine interpreta a Richard, un ex-soldado del ejército británico que vuelve al pueblucho de mala muerte del que salió hace unos cuantos años atrás para ejecutar una venganza digna de algunas películas de Sergio Leone… o de Steven Seagal. Un puñado de camellos locales, bastante torpes, son el objetivo de una venganza nada meticulosa – la verdad es que Richard no puede ir más de frente de lo que va contra esta panda de inútiles nada acostumbrados a encontrar resistencia – que tiene que ver con ciertos abusos cometidos siete años atrás contra Anthony, el hermano pequeño y retrasado de Richard, abusos de los que se nos va proporcionando información a lo largo de la película.
Dead Man’s Shoes tiene un tono extraño, a medio camino entre la salvaje violencia desatada y cierto sarcasmo desconcertante, sobre todo en su tramo inicial. Richard no quiere tan solo vengarse: por motivos que iremos descubriendo poco a poco, necesita infundir el terror en el corazón de sus futuras víctimas. Así pues, sus primeras incursiones en sus vidas no provocan daños, sino que son más bien como bromas siniestras que anuncian lo fácilmente que puede introducirse en sus casas y hacer lo que se le antoje, aunque sea algo tan aparentemente pueril como maquillar al jefe del grupo mientras éste duerme, hacer graffittis o decorar chaquetas. Existe cierta intención de buscar la complicidad del espectador, y éste se deja arrastrar con gusto a dicho juego, riendo las gracias del ejecutor pero siendo consciente a un tiempo de que hay algo mortalmente serio que anima sus actos y que ese tipo inquietante al que Paddy Considine dota de una terrible presencia y determinación es capaz de cualquier cosa.
Shane Meadows, un director al que conocemos por 24.7: Twenty Tour Seven y Una Habitación para Romeo, ha construido una película que más allá de la historia de venganza que cuenta, reflexiona sobre la debilidad y como los hombres sienten cierta irresistible tendencia a abusar de ella; y también sobre lo contrario, es decir, la forma en la que esos mismos hombres reaccionan ante la presencia de alguien a quien intuyen mucho más fuerte que ellos. Sin embargo, quizás lo más interesante de Dead Man’s Shoes sea el tramo final de la película, en el que esa historia de violencia que está llegando a su fin muestra su verdadera naturaleza, mucho más compleja de lo que parecía hasta entonces. La ajustada puesta en escena de Meadows – a la que solo cabe reprocharle ciertos excesos en secuencias como la del viaje lisérgico -; una BSO de lo más ecléctico en la que tienen cabida tanto las hermosas composiciones de Arvo Part como los delirios electrónicos de Aphex Twins, una buena fotografía de Danny Cohen y la adecuada interpretación de un reparto casi completamente desconocido – destaca Toby Kebell en el papel del retrasado Anthony – conforman una película bastante entretenida pero de cuyas posibilidades cara al palmarés final un servidor duda por algunas debilidades de guión evidentes, además de por su temática, inhabitual en este tipo de festivales. Y es que, como se comentaba por los pasillos del Lope de Vega a la salida, Dead man’s Shoes era algo así como si para darle lustre a un festival pretendes conseguir lo último de Cronenberg y éste te trae Una Historia de Violencia. Pues muy bien, pero no era exactamente lo esperado.
En cualquier caso, la segunda película del día hizo que valoráramos aun más la propuesta de Shane Meadows, porque la verdad es que Los Invisibles, producción francesa dirigida por un tal Thierry Jousse, nos hizo aburrirnos hasta lo indecible. Una vez vista la película, yo sostengo la teoría de que esta extrañísima película está en la Sección Oficial como uno más de los homenajes que Sevilla está rindiendo a Patrice Chereau, y es que viéndola uno no puede sino acordarse de Intimidad, una de las mejores películas del realizador francés, de la que Los Invisibles es algo así como una versión electrónica con algunas aportaciones cercanas al universo de David Lynch. Me explicaré algo mejor: Los Invisibles cuenta la historia de Bruno, un compositor de música electrónica de esos que buscan los ruidos más extraños, las voces más sugerentes y casi cualquier sonido de la vida cotidiana para, dándole una base rítmica en la mesa de mezclas, conseguir extrañas composiciones. En un chatline telefónico conoce a Lisa, una desconocida cuya voz le subyuga y con la que queda en un hotel para un encuentro sexual. Ella pone las reglas, un poco al estilo de Intimidad: una habitación completamente a oscuras, nada de preguntas y desaparición en cuanto el acto termina. Tras varios encuentros de la misma índole – que despiertan en Bruno tanto una enorme curiosidad como la inspiración y el material que necesita para su música, pues graba los encuentros a escondidas y lo recicla – Lisa desaparece de la vida de Bruno sin dar más explicaciones. Y Bruno, con la inspiración perdida y obsesionado por recuperar a su musa, inicia un sórdido viaje iniciático en su búsqueda, en la que juegan un papel el peculiar portero de su edificio – un enamorado de la música que tiene su propia agenda – y un misterioso personaje, que parece mismamente salido de Carretera Perdida de David Lynch, que le da alguna pistas que, lejos de ayudarle, aun le provocan un mayor desconcierto.
Es evidente que la conexión entre la música – bueno, más bien la acumulación de ruidos y sonidos con cierta base rítmica – y el cine es un elemento muy importante para el director Thierry Jousse. De hecho, quizás lo más salvable de su película sea la idea de que el personaje de Bruno es capaz de organizar el caos en el que vive gracias a la transformación de los ruidos que le rodean en algo parecido la música electrónica, pero no hay que engañarse: Los Invisibles es una película absolutamente fallida que no engancha al espectador con ninguno de sus elementos. Ni la misteriosa historia de amor con la mujer desconocida, ni el enigma que supuestamente se oculta detrás de ella, ni las maquinaciones del portero y ese extraño ‘Mr. Eddie’ al que representa, ni mucho menos las tribulaciones existenciales de un personaje tan radicalmente antipático como Bruno interesan lo más mínimo. Los distintos elementos que componen la película están deslavazados, cada uno marchando un poco a su aire, y si a eso le sumamos que la música incidental de Los Invisibles resulta francamente desagradable y que hay alguna que otra decisión discutible desde la puesta en escena (¿no hay ninguna idea mejor para filmar los encuentros sexuales en la habitación del hotel a oscuras que una pantalla en negro durante varios interminables minutos?), el resultado es que los verdaderos invisibles en la sala hubiéramos querido ser los chicos de la prensa para habernos escapado de aquel horror pretencioso cuya escasa hora y media de duración a algunos se nos hizo eterna.
Así las cosas en la Sección Oficial, el mejor cine presente en Sevilla sigue llegando de la mano de las secciones paralelas, donde uno se siente a veces como Forrest Gump y su caja de bombones, no sabiendo nunca lo que le va a tocar. La tarde del jueves tenía, sin embargo, una apuesta segura: la última película de Wim Wenders y Sam Shepard, Don’t Come Knocking, que ya había estado en la sección oficial a concurso en el pasado festival de Cannes. Si tenemos en cuenta que la anterior colaboración entre el director alemán y el guionista/actor estadounidense dio lugar hace veinte años a una obra maestra llamada Paris Texas comprenderán ustedes la lógica expectación con la que una sala abarrotada esperaba esta nueva película. El problema es que, siguiendo la caprichosa Ley de Murphy, la copia de Don’t Come Knocking que pudimos ver en Sevilla era un absoluto desastre: la mitad de la pantalla se hallaba continuamente desenfocada, los operarios no eran capaces de solucionarlo por más que protestábamos y, en esas condiciones, resultaba muy difícil concentrarse en esta historia crepuscular de amor, relaciones familiares, paternidades recién descubiertas y, sobre todo, de oportunidades perdidas que forman un díptico de lo más curioso con otra película reciente de otro francotirador consagrado como Jim Jarmusch, Broken Flowers. Sin duda, el actor famoso en el tramo final de su carrera interpretado por Sam Shepard en esta película y ese apático don juan al que da vida Bill Murray en Flores Rotas tendrían mucho que decirse si alguna vez se cruzaran. No deja de ser curioso que dos directores tan distintos como Jarmusch y Wenders hayan afrontado temáticas tan parecidas en sus dos últimas películas y es comprensible el desconcierto que provocara en su momento el que ambas coincidieran en Cannes.
Pese a los problemas técnicos en su proyección, hay que decir desde ya que Don’t Come Knocking es una película magnífica que ningún admirador de Paris Texas debería perderse, pues es lo más parecido a dicha obra que Wim Wenders ha realizado en su carrera, un hecho del que es directamente responsable el espléndido guión escrito por Sam Shepard – que también realiza una interpretación más que notable en el papel protagonista – un señor al que si ya de por sí uno admira y envidia profundamente por irse a dormir cada noche en compañía de Jessica Lange, aun tiene más motivos para hacerlo gracias a las historias que escribe. La peripecia de Don’t Come Knocking es la de Howard, un actor que ya ha pasado los sesenta y que en su momento fue una gran estrella gracias a sus papeles de vaquero en multitud de western. Tras una vida llena de excesos en los que no han faltado el alcohol, las drogas y el sexo en grandes cantidades – tampoco es que le falten ahora, incluso en contra de su voluntad – y un lento declive en películas de bajo presupuesto que explotan su imagen de antaño y que no le atraen los más mínimo, Howard decide romper la baraja y huir al galope del rodaje de su último film, refugiándose en casa de su madre –una magnífica y sorprendente Eva Marie Saint- a la que no ha visto en los últimos treinta años. Allí se entera de que, muchos años atrás, una antigua amante le contó a su madre que llevaba al hijo de Howard en su interior. Así que éste, espoleado por dicho descubrimiento, inicia un viaje hacia el pasado en busca de ese hijo perdido con la esperanza de encontrar un cierto sentido a su vida, mientras una especie de detective privado contratado por la aseguradora del filme (un serio y divertido hombrecillo gris al que da vida Tim Roth) persigue a Howard para forzarle a volver al set y cumplir con su contrato.
Es simplemente magnífica la forma en la que Shepard y Wenders nos embarcan en este viaje. Los encuentros de Howard con aquel amor del pasado – una estupenda Jessica Lange a la que su marido le ha regalado un papel precioso – y con un hijo que no solo no le acepta sino que le recibe con una increíble rabia en ese pueblecito perdido de Montana, más la presencia de algún otro personaje que también tiene relación con Howard –Sky, Sarah Polley, en otra de esas composiciones de mujer aparentemente frágil pero llena de fuerza que tan bien se le dan a esta menuda actriz canadiense– conforman una historia en la que los inevitables reencuentros nunca salen como se esperan: Howard y Doreen son dos viejos amantes cuya pasión se apagó hace ya muchos años, dando paso a la indolencia que produce la necesidad de seguir adelante; Earl ha vivido toda la vida sin un padre y no está dispuesto a aceptar a ese extraño que de pronto aparece en su puerta, aunque sea la pieza del puzzle que le faltaba desde hacía mucho; por su parte Sky si tiene ese interés por reconstruir la relación con Howard, pero éste ni siquiera es consciente de su existencia. Todo ello está servido con suma elegancia e inteligencia por parte de Wenders, aprovechando al máximo a un reparto en estado de gracia liderado por Sam Shepard y una colección de temas supervisados por el productor T-Bone Burnett (el mismo que se encargó en su momento de las BSO de O’Brother o Cold Mountain) que, por supuesto, no llega al nivel de inolvidable excelencia de Ry Cooder en Paris Texas, pero que resulta sumamente agradable al oído del espectador y que se ajusta como un guante a las necesidades dramáticas de la película, una obra que tendré que recuperar cuando se estrene en las carteleras españolas porque la verdad es que fue una lástima visionarla en tan penosas circunstancias.
Mañana (por el viernes) termina La Sección Oficial con la producción griega Hostage de la que no se espera que vaya a cambiar la sensación general de que las mejores películas de este algo endeble selección ya han podido verse en el Lope de Vega y por aquí empiezan a circular las quinielas, en las que invariablemente se repiten dos títulos: la francesa De Battre Mon Coeur S’est Arrêté y la rumana La Muerte del Señor Lazarescu, que representan algo así como la lucha entre la que posiblemente sea película más sólida en términos objetivos de la Sección Oficial y la propuesta más cinéfila (y por lo tanto más arriesgada) en el sentido más minoritario del término. Ya saben, la lucha eterna…
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