SEVILLA, Crónica 4. David Garrido Bazán. Cobertura del festival de cine Europeo de Sevilla para La Butaca.Net. Todos los derechos reservados.
Estaba yo escuchando por enésima vez la Traviatta en la primera película de la mañana y empezando a pensar que iba a odiar tan conocida pieza a base de machacármela, cuando de repente va el personaje que acompaña a la protagonista de Quand la Mer Monte (Cuando la Marea Sube) y dice:
- Oye, ¿no tienes otro CD de música en el coche que éste?
Y la verdad es que me provocó una sonrisa cómplice. Me pregunté si los directores de esta película francesa de la Sección Oficial se habrían percatado a esas alturas del guión que ya estaba bien de tanto Verdi y que el espectador agradecería el guiño. La película francesa dirigida a cuatro manos por Gilles Porte y por la protagonista absoluta del mismo, la estupenda actriz Yolande Moureau narra una historia de amor bastante convencional con dos personajes que no lo son en absoluto, lo que tiene cierta gracia. Irene es una actriz ya en la cuarentena que está haciendo una gira por el norte de Francia con un espectáculo individual de carácter cómico. En una de sus actuaciones conoce a Dries, un joven que se dedica a otro oficio curioso: fabrica y lleva gigantes de esos que participan en los desfiles de las fiestas de los pueblos. Dries se queda fascinado con el espectáculo de Irene, que verdaderamente se transforma sobre el escenario, y comienza entre ellos una relación de complicidad que, con el tiempo y la persistencia de él, que la somete a uno de esos cortejos llenos de ternura más propios de otros tiempos que de los actuales, se irá convirtiendo en una pequeña historia de amor gracias también a que Irene empieza a redescubrir sensaciones que no resulta atrevido aventurar que quizás llevaran cierto tiempo adormecidas. El problema, claro, es que Irene tiene un marido y un hijo que la esperan en Paris a que termine su gira, y la ilusión que Dries despierta en ella choca con la realidad de su vida. Nada nuevo bajo el sol, aunque eso si, contado con sensibilidad y ternura.
El mayor problema, en mi opinión, de Quand la Mer Monte es que es una película que, durando tan solo una hora y media, parece que dure tres. No es que esté mal interpretada – no lo está en absoluto: Yolande Moreau, que ganó el César a la Mejor Actriz por este papel, está magnífica – ni siquiera mal concebida, pero uno no deja de tener la molesta sensación de que es una película ya vista cuyo mínimo entramado dramático y su inevitable conflicto se alarga en exceso. Otro de los problemas añadidos es que la representación teatral que Moureau hace cada noche – de la que vamos viendo distintas partes a lo largo de la película – interesa bastante más que la película en sí (es decir, uno se queda con ganas de verla entera), lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta el origen de esta película: Gilles Porte vio quince años atrás a Yolande Moureau hacer esa misma obra – que, por cierto, al igual que el guión de este filme, había escrito ella misma – y le fascinó tanto que se quedó con la idea de hacer una película sobre una actriz madura que viajaba sola por el norte de Francia. Quand la Mer Monte es, en fin, una película que como suele decirse cuando queremos hablar de una obra que no deja huella alguna, pero que tampoco molesta especialmente, se ve con agrado, y que deja, eso si, una excelente interpretación de su actriz, directora y guionista, a la que hay que reconocerle el mérito de haber creado al menos una historia de amor que si bien no es nada original, si está protagonizada por dos personajes cuanto menos poco usuales. También queda en el haber de esta película una secuencia final bastante hermosa que cierra la película dejando mejor sabor de boca que ese desigual tramo final alargado de forma innecesaria.
Estaba yo escuchando por enésima vez la Traviatta en la primera película de la mañana y empezando a pensar que iba a odiar tan conocida pieza a base de machacármela, cuando de repente va el personaje que acompaña a la protagonista de Quand la Mer Monte (Cuando la Marea Sube) y dice:
- Oye, ¿no tienes otro CD de música en el coche que éste?
Y la verdad es que me provocó una sonrisa cómplice. Me pregunté si los directores de esta película francesa de la Sección Oficial se habrían percatado a esas alturas del guión que ya estaba bien de tanto Verdi y que el espectador agradecería el guiño. La película francesa dirigida a cuatro manos por Gilles Porte y por la protagonista absoluta del mismo, la estupenda actriz Yolande Moureau narra una historia de amor bastante convencional con dos personajes que no lo son en absoluto, lo que tiene cierta gracia. Irene es una actriz ya en la cuarentena que está haciendo una gira por el norte de Francia con un espectáculo individual de carácter cómico. En una de sus actuaciones conoce a Dries, un joven que se dedica a otro oficio curioso: fabrica y lleva gigantes de esos que participan en los desfiles de las fiestas de los pueblos. Dries se queda fascinado con el espectáculo de Irene, que verdaderamente se transforma sobre el escenario, y comienza entre ellos una relación de complicidad que, con el tiempo y la persistencia de él, que la somete a uno de esos cortejos llenos de ternura más propios de otros tiempos que de los actuales, se irá convirtiendo en una pequeña historia de amor gracias también a que Irene empieza a redescubrir sensaciones que no resulta atrevido aventurar que quizás llevaran cierto tiempo adormecidas. El problema, claro, es que Irene tiene un marido y un hijo que la esperan en Paris a que termine su gira, y la ilusión que Dries despierta en ella choca con la realidad de su vida. Nada nuevo bajo el sol, aunque eso si, contado con sensibilidad y ternura.
El mayor problema, en mi opinión, de Quand la Mer Monte es que es una película que, durando tan solo una hora y media, parece que dure tres. No es que esté mal interpretada – no lo está en absoluto: Yolande Moreau, que ganó el César a la Mejor Actriz por este papel, está magnífica – ni siquiera mal concebida, pero uno no deja de tener la molesta sensación de que es una película ya vista cuyo mínimo entramado dramático y su inevitable conflicto se alarga en exceso. Otro de los problemas añadidos es que la representación teatral que Moureau hace cada noche – de la que vamos viendo distintas partes a lo largo de la película – interesa bastante más que la película en sí (es decir, uno se queda con ganas de verla entera), lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta el origen de esta película: Gilles Porte vio quince años atrás a Yolande Moureau hacer esa misma obra – que, por cierto, al igual que el guión de este filme, había escrito ella misma – y le fascinó tanto que se quedó con la idea de hacer una película sobre una actriz madura que viajaba sola por el norte de Francia. Quand la Mer Monte es, en fin, una película que como suele decirse cuando queremos hablar de una obra que no deja huella alguna, pero que tampoco molesta especialmente, se ve con agrado, y que deja, eso si, una excelente interpretación de su actriz, directora y guionista, a la que hay que reconocerle el mérito de haber creado al menos una historia de amor que si bien no es nada original, si está protagonizada por dos personajes cuanto menos poco usuales. También queda en el haber de esta película una secuencia final bastante hermosa que cierra la película dejando mejor sabor de boca que ese desigual tramo final alargado de forma innecesaria.
Bastantes peores sensaciones dejó la segunda película de la Sección oficial de la jornada, el tostón alemán Falscher Bekenner (Low Profile) dirigido por un tal Christoph Hochhäeusler. La película gira exclusivamente en torno a Armin, un joven de dieciocho años que acaba de terminar el instituto. Armin es un joven como muchos de su edad: apocado, reservado, tímido, aburrido. Tiene sus póster de Eminem, sus escarceos con una chavala que parece que le gusta, siente la presión constante de unos padres bienintencionados que quieren que encuentre trabajo, fantasea con provocar accidentes y, como todo el mundo, tiene sus hobbies como la mecánica de coches o pasar a veces por un apartado aseo de una zona de descanso de la autovía para hacerles unas mamaditas a unos cuantos motoristas vestidos de cuero de arriba abajo. En fin, cosas de lo más normal. El caso es que la vida de Armin es taaaaaaan aburrida y el pobre chico sufre tales problemas de comunicación, que el director, para que sintamos bien su hartazgo vital, nos propone una película igual o más aburrida que la monótona vida de su protagonista, que no tarda en revelarse a nuestros ojos como un completo gilipollas del que nos importa más bien poco lo que le pase. A diferencia de lo que pasaba en la interesante Las Horas del día de Jaime Rosales, en las que la rutinaria vida de un tipo normal se veía de vez en cuando sobresaltada por unos espeluznantes crímenes arbitrarios que sacudían al espectador, en Falscher Bekenner no hay nada que despierte el tono insoportablemente plano de la película, que se revela como una experiencia bastante insoportable en la que solo hay una idea que me pareció salvable: la denuncia de la estupidez de algunos de los procedimientos para seleccionar al personal de trabajo, ejemplificada con una entrevista en la que entrevistador y entrevistado conversan portando unas inexpresivas máscaras blancas en una habitación en la que todos los presentes la llevan. De lo más inquietante. Algunos querrán ver en esta película una metáfora de los problemas acuciantes de nuestra sociedad, de la crisis de la institución familiar o de la incomunicación como signo de nuestros tiempos. No les hagan caso: por más que lo intenten, Hanecke solo es uno y su maestría dirigiendo no es tan fácil de reproducir como parece.
Lo que está sucediendo estos días en Francia llama mucho la atención en todo el mundo, pero especialmente entre la prensa francesa acreditada en Sevilla, que vive pendiente de cualquier novedad al respecto. En la jornada de la tarde dio la casualidad de que uno podía enlazar consecutivamente tres filmes que, de una forma o de otra, tocaban directamente el tema de la integración de los inmigrantes de segunda generación – es decir, los hijos de los que vinieron, criados y educados ya como nacionales de sus países de acogida – o algunos otros que también tienen relación con ellos, como algunos inquietantes avisos sobre la forma en la que las organizaciones neonazis y racistas han evolucionado en los últimos años. Las tres, además, pertenecen a la misma sección: Generación Europa, en teoría, aquella del festival dedicada a un público más joven por sus temáticas cercanas a ellos. Y éstos llenaron las tres sesiones.
Love+Hate es una producción inglesa que parece haber decidido que merece la pena tomar la misma estructura dramática y mensaje de Solo un Beso de Ken Loach (valen asimismo Oriente es Oriente o Quiero ser como Beckham, pero la de Loach es la que mejor se ajusta) y, convirtiendo en adolescentes a los protagonistas de su historia de amor imposible – él, un chico blanco procedente de un entorno racista; ella, una chica de origen pakistaní que por supuesto jamás ha tratado con chicos – conseguir que estos lleguen al público que más llena las salas. La jugada bien puede funcionar porque la película, sin ser ninguna maravilla y transitando por los caminos esperados, es bastante correcta y permite un juego de espejos que si bien desde el guión resulta un tanto forzado – a la vez que la pareja de chicos va viviendo su historia, asistimos a la doble moral hipócrita del hermano mayor de ella, capaz de iniciar una relación más que casual con la joven compañera de su hermana en el trabajo – en la práctica funciona bastante bien para tener una visión de conjunto del problema de una política de emigración que no pretende ser integradora (como en Francia o en España) sino que no interfiere en la forma en las que las minorías llevan sus respectivas culturas, lo que sigue provocando una división enorme entre la teoría y la práctica, sobre todo en las pequeñas ciudades industriales del norte de Inglaterra, muy alejadas todavía de ese Londres cosmopolita y multirracial que estamos acostumbrados a ver. Como decía, la película no se mueve un ápice ni de las estructuras dramáticas ni de los posicionamientos manejados por Loach en Solo un Beso, aunque si hay que destacar que el empecinamiento del director en trabajar con actores no profesionales pero con experiencias cercanas a lo que se cuenta en la película le da buen resultado en cuanto al objetivo buscado: los diálogos son frescos, las interpretaciones tienen ese halo de naturalidad que hace creíbles personajes y situaciones y hay momentos puntuales de bastante energía dramática, que surge de conflictos, eso sí, muy conocidos y previsibles. Lo único que verdaderamente chirría en la película es la obsesión del director por meter con calzador unas cuantas baladas comerciales que expresan los sentimientos de los personajes cuando resulta innecesario y hasta perjudicial por lo reiterativo: solo el tema que cierra la película se ajusta bien a las necesidades del filme en ese momento, mientras que las otras provocan una sensación de artificio que choca con la naturalidad que domina la mayor parte de la propuesta.
White Terror es un documental sobre la evolución actual de los movimientos neonazis en el mundo realizado por el especialista en el género y el tema Daniel Schweizer, que ya había abordado dicha problemática en sus dos trabajos previos Skin or Die (1998) y Skin Attitude (2003). Schweizer parece haberse convertido en uno de los pocos cineastas que goza de la suficiente confianza dentro de los tenebrosos círculos de estas organizaciones como para que éstos acepten aparecer delante de su cámara, exponiendo libremente sus opiniones y sus objetivos. Hace unos meses, a propósito de mi crítica sobre El Hundimiento, insistía en un hecho que me parece fundamental: es un error demonizar por completo el nazismo hasta tal punto que no seamos capaces de reconocer que la gente que está detrás de ellos, por repugnante que pueda parecernos dicha idea, no distan de nosotros tanto como nos gustaría. O, dicho de otro modo, que el mal que permitió en el pasado fenómenos como el nazismo no está erradicado ni mucho menos de la condición humana, sino que es parte de ella, por mucho que nos cueste aceptarlo. White Terror no llega tan lejos en sus análisis, pero sí lo suscribe de forma indirecta, con su exhaustivo trabajo de campo dedicado a contarnos como las organizaciones neonazis de todas partes del mundo siguen difundiendo su mensaje de odio y racismo e intentando agruparse de forma internacional, aprovechando las facilidades que les da Internet – ya se sabe: la libertad absoluta de información tiene estos riesgos - y sorteando las legislaciones menos permisivas desplazándose a aquellas en las que la libertad de expresión les concede un margen más amplio de actuación.
El trabajo de Schweizer debería ser de visionado obligatorio en todos los institutos de enseñanzas medias de toda Europa para que los que son los verdaderos objetivos de esas organizaciones, adolescentes a los que poder contaminar desde una muy temprana edad con consignas tan sencillas de aprender como manifiestamente falsas que incitan al odio y a la violencia racial – además de reescribir la historia a su antojo, claro – pudieran ver al enemigo de cerca. El huevo de la serpiente está lejos de haber sido erradicado del todo como demuestran algunas de las entrevistas y los datos que ofrece Schweizer en su trabajo, que está realizado un poco al estilo Michael Moore – salvando las distancias: Schweizer se toma esto muy en serio y aquí no caben bromas – con el director narrando con su propia voz en off y apareciendo constantemente en pantalla mientras graba sus imágenes y entrevista a los temibles sujetos que desfilan por ellas. Es una hora y media que sirve para darse cuenta de hasta que punto las organizaciones de extrema derecha, racistas o directamente neonazis han superado la fase skinhead violenta que marcó su desarrollo en los años noventa para, con la ayuda de las nuevas tecnologías, trabajar mucho más en la sombra, más sutilmente y sin acaparar tantas portadas como antes… pero siendo igual de dañinos y peligrosos que siempre. De acuerdo, puede que si nos atenemos a la fría estadística – 350.000 neonazis conocidos en los USA no son mucho si pensamos que estamos hablando de un país de más de 300 millones de habitantes – y consideramos que de momento los partidos de extrema derecha que han conseguido representación en Parlamentos europeos no han tenido el crecimiento esperado y temido, a lo mejor no hay motivo para alarmarse. Pero cuando el documental habla del rápido crecimiento de estas organizaciones en países como Suecia (¡Suecia!) o la Rusia de Putin – el análisis que se hace de las conveniencias del poder con algunas de ellas llama mucho la atención sobre un problema creciente – la verdad es que uno se remueve inquieto en la butaca. Aunque nada tan perturbador como la escena en la que una estadounidense, madre de dos querubines rubios de no más de cuatro años de edad, suelta a la cámara de forma resuelta que ella se ha criado como racista y que piensa criar a sus hijas de igual modo “porque es una cuestión de supervivencia de la raza blanca”. Luego ves a esos niños –porque aun siguen siendo niños – en las manifestaciones neonazis y piensas, con una mezcla de lástima y terror, que el ser humano no tiene remedio.
Tendría que hablaros también de L’Esquive (La Escurridiza), la magnífica película francesa ambientada en un barrio suburbial de París que completaría este análisis a la perfección, pero por razones de espacio – y, a que negarlo, cierto agotamiento mental - lo vamos a dejar para la crónica de mañana. Seguid atentos, que aun quedan muchos platos interesantes en este festival de cine europeo que ahora está cruzando su ecuador.
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